Semíramis

A la mítica figura de Semíramis (v.), bella y disoluta reina de Babilo­nia, a la violencia sádica de su carácter y voluntad, a la que la leyenda atribuye a un mismo tiempo delitos y grandezas, es­tán dedicadas numerosas obras, especial­mente dramáticas, de la literatura y de la música. Varios autores clásicos, de Ctesias a Herodoto, de Diodoro a Valerio Máximo, han escrito sobre ella, y en vagas y disper­sas noticias es donde se pueden descubrir las fuentes históricas de las obras siguien­tes. Entre éstas, sin embargo, no se halla ninguna obra maestra.

Este tema fue tratado en el Renacimien­to tardío por diversos escritores, quienes variaron de cuando en cuando ,sus casos y su desarrollo. Una tragedia titulada La gran Semíramis fue impresa en Madrid en 1609 por el español Cristóbal de Virués (1550-1609), primera de las cinco que cons­tituyen sus Obras trágicas y líricas (v.), impresas en Madrid por Alonso Martínez y por cuenta del mercader de libros Esteban Bogia; lleva al comienzo unas palabras del propio autor: «En este libro — dice — hay cinco tragedias, de las cuales las cuatro primeras están compuestas habiendo procu­rado juntar en ellas lo mejor del arte an­tiguo y de la moderna costumbre, con tal concierto y atención a todo lo que se debe tener, que parece que llegan al punto de lo que en las obras del teatro en nuestros tiempos se debería usar; la última tragedia de Dido va escrita toda por el estilo de griegos y latinos con cuidado y estudio. En todas ellas (aunque hechas por entreteni­miento y en juventud) se muestran heroi­cos y graves ejemplos morales, como a su grave y heroico estilo se debe, y no menos se ve esta intención en las obras líricas, pues asimismo miran todas al punto que los versos piden de mezclar lo útil con lo dulce, como el autor en su libro de Montserrate, lee felizmente».

El tremendo argu­mento de La gran Semíramis es el siguien­te:-Menón, capitán general del rey de Asi­ría, Niño, está casado con la hija del ma­yoral de los ganados del rey, que es la hermosísima joven Semíramis. Alejandro, al cual combate el asirio, está encerrado en su fortaleza de Batra, a fa que ponen cerco inútilmente — desde hace diez me­ses — las tropas de Niño. Semíramis, dis­frazada de hombre, llega a reunirse con su amado esposo Menón y éste le cuenta los afanes en que todos están metidos; preci­samente hoy atacarán la ciudad por cinco partes diferentes. Semíramis aconseja a su esposo que mande a un puñado de valientes escalar las rocas a cuyo término están, des­cuidadas, las almenas de la fortaleza. Así lo hacen cuatro denodados militares, y Niño se encuentra vencedor de Alejandro. Viene al encuentro de su capitán general, y éste, orgulloso y enamorado de su mujer, le re­vela de quién fue la feliz idea que les dio la victoria. Niño se enamora fulminante­mente de Semíramis, de quien le han dicho que acaba de llegar a Nínive: «¿Que de Nínive llegáis / es posible, creerélo? / Por cierto en lo que mostráis / antes creo que del cielo / hermosa dama llegáis». Y con el rigor propio de los reyes de su tiempo, Niño decide apropiarse de Semíramis, haciéndola, eso sí, su esposa y dando a cam­bio al marido de ella su propia hija como mujer. Al decírselo a Semíramis ella se la­menta amargamente; y lo mismo hace Me­nón, cuyas palabras de ira contra el rey encienden el furor de éste. Menón se da muerte y el asirio encuentra franco el paso para su deseo. Casada ya con Niño, que la corona como reina, transcurren dieciséis años; en este tiempo tiene un hijo del rey, Zaneis Ninias. Pide a Niño que le conceda un favor, y él se lo otorga de antemano: que la deje gobernar por su propia mano durante cinco días.

Concedido por el rey este gobierno, Semíramis se pone de acuer­do con los que fueron leales amigos de Menón y hace que uno de ellos, Zelabo, en­cierre a Niño en un foso, con cadenas; Zopiro recibe el encargo de llevar una carta a su hijo Zaneis Ninias, en la cual le ordena que se vista con ropas de mujer y se en­cierre en el templo con las vestales, mien­tras ella — aprovechando el parecido con su hijo — se disfraza de varón y reúne el consejo del reino. A éste le comunica, como si fuera el príncipe, que su madre, Semí­ramis, le ha dicho que Niño ha sido arre­batado por un carro de oro en el que iban sus padres, encargándole a él del go­bierno de sus estados mientras su madre se encierra en el templo de Vesta. Apro­bado por el consejo este cambio de reyes, Semíramis ordena que den muerte a Niño; lo hacen y lo queman; pero antes, com­padecido Zelabo de la inquietud de Niño por su esposa (a la que imagina muerta por su propio hijo, que es quien supone le manda matar a él), le dice la verdad; y el rey asirio muere desconsolado en su in­menso amor por la traidora, que, enamo­rada de Zopiro, se lo reserva para su dis­frute personal. Durante seis años, disfra­zada de varón y aparentando ser su hijo Zaneis Ninias, Semíramis gobierna maravi­llosamente sus estados, engrandeciéndolos. Pero al fin declara la verdad y presenta a su hijo al consejo de los estados. Zaneis Ninias acata, al parecer con gusto, lo que su madre hizo; pero a solas, la maldice.

Y más aún al darse cuenta de que ha despertado en su madre una furiosa y loca pasión incestuosa. Decidido a matarla es descubierto, mientras lo hace, por uno de sus vasallos, Diarco, que se lo cuenta, ho­rrorizado, a Zelabo; pero éste le calma a su vez diciéndole que la reina ha dado muerte en los años de su reinado a más de mil mancebos a los que utilizó como amantes mientras aparecía vestida de hom­bre, para que no la descubrieran; incluso al propio Zopiro. También relata a Diarco que Semíramis no era hija del mayoral Sima, sino de una ramera y un hombre vil que la abandonaron entre unas peñas adon­de acudieron ciertas aves llamadas «semirámides» a alimentarla con sus picos. Al encontrarla unos pastores, que se la dieron al mayoral Sima, la nombraron Se­míramis. Menón la conoció, se prendó de su hermosura y se casó con ella. En este momento llega Zaneis Ninias y les cuenta a todos que ha visto morir a su madre y convertirse en paloma. Urge, pues, que los pregones lo cuenten. En secreto revela a Diarco y a Zelabo que él mismo la mató y que quiere que ellos la quemen. Y así termina la historia de la lasciva Semíra­mis. El tema fue tratado de nuevo con más originalidad y mayor arte por Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) en la Hija del Aire (v.).

*    En Francia, entre otros, Prosper Jolyot de Crébillon (1675-1762) escribió una tra­gedia Sémiramis en 1717; unos decenios más tarde, en 1748, François-Marie Arouet de Voltaire (1694-1713) la tomó por su cuenta y la refundió, pero sin sacar de ella una obra de notable valor. También Jean-Jacques le Franc de Pompignan (1709- 1784) escribió una tragedia homónima.

*    En Italia la obra más célebre es el melo­drama Semiramide, en tres actos, de Pietro Metastasio (Pietro Trapassi, 1698-1782), es­crito en 1729 y musicado por Vinci. Es una de las invenciones escénicas más complica­das de Metastasio, porque a las escenas y dudosas noticias sobre la famosa reina cre­yó necesario añadir unos precedentes y un conjunto’ familiar que la hiciesen entrar en el plan dramático que él prefería. Se­míramis es presentada como hija de un rey de Egipto, hermana de un tal Mirteo que ha sido educado junto a Zoroastro, rey de los bactrianos, y amante correspondida de Escitalces, príncipe hindú que se hace llamar Hidreno, y que la rapta; pero lleno de sospechas a causa de una calumniosa denuncia de su confidente Sibaris acerca de los sentimientos amorosos de ella, la hiere y la tira al Nilo. Ella se salva y anda errante, hasta que llega al palacio real de Niño, se casa con él y después que él mue­re sube al trono en lugar del heredero, lla­mado Niño también. En tanto, Tamiris, hija del rey de los bactrianos, tributario de Semíramis, debe decidir su propia suerte escogiéndose un esposo entre los tres pre­tendientes, que son Escitalces, Mirteo, des­conocido para Semíramis, y un príncipe es­cita, Hircano. Llegado el día de la decisión, Tamiris, en el palacio real de Babilonia, junto a Semíramis, la cual todos creen que es Niño, asiste a la presentación de los pre­tendientes, entre los cuales la joven se in­clina a escoger a Escitalces, el cual, reco­nocido por la reina, no está bien seguro de ver en el supuesto Niño a su antigua amante abandonada.

Entre estos personajes no falta Sibaris, el confidente de Escitalces y secretamente enamorado de Semíramis, artífice de todas sus desgracias. Éste, que es el primero en reconocer a Semíramis, urde nuevas tramas para que los preten­dientes se vayan eliminando uno tras otro hasta quedarse único y afortunado aspi­rante a la mano de Semíramis. Después de una serie de equívocos, sospechas y re­conocimientos, Semíramis se descubre ante el pueblo, el cual, contento por el sabio gobierno de ella, la confirma por reina y la aclama. Tamiris se casa con Mirteo, Se­míramis se une con Escitalces, Hircano se vuelve a su casa, y el pérfido Sibaris es condenado. En medio de la general alegría participan también en el festín los dioses, que aparecen reunidos en el Olimpo y en­vían a Iris en un carro tirado por dos pavos reales, que desciende por el arco iris para reverenciar y cumplimentar a Fernando de España. Esta artificiosa composición es una comedia común de equívocos, a la cual no sirve para dar fuerza y relieve todo aquel fausto teatral.

M. Ferrigni

La vida en los melodramas de Metasta­sio, tan absurda en profundidad, ofrece toda la ilusión de la verdad en su superficie… La superficialidad es su condición de existencia. (De Sanctis)

*    Precisamente ese fausto escénico, más que el valor intrínseco del drama de Me­tastasio, indujo a muchos músicos a sacar óperas de él; anteriormente ya, una Semiramide in India de Francesco Sacrati (1602- 1650) había sido estrenada en Venecia en 1648; una Semiramide de Marc’Antonio Ces- ti (1623-1669), en Viena en 1667, y otra de Cario Francesco. Pollarolo (1653-1722) en Venecia en 1724; además de otras óperas menores con el mismo tema. En 1724 tam­bién Nicola Pórpora (1686-1766) había he­cho representar en Nápoles una ópera Se­miramide, la partitura de la cual fue re­fundida en 1729 sobre el texto de Metas­tasio; esta obra se estrenó en Venecia con el título Semiramide riconosciuta. El mismo año, en Roma, la Semiramide de Metastasio era representada en su primera interpreta­ción musical, de Leonardo Vinci (1690- 1730), con magnífico éxito. Antonio Vivaldi (1675-1740?) escribió una Semiramide que fue representada en Mantua en 1732; una ópera homónima del español Domingo Terradellas (1713-1751) estrenóse en Londres en 1746, y una Semíramis reconocida de Christophe-Willibald Gluck (1714-1787) en Viena en 1748. Muchas más siguen durante todo el siglo XVIII; recordaremos las de Baldassarre Galuppi (1706-1785), Milán, 1749; Niccoló Jommelli (1714-1774); Antonio Sacchini (1730-1786), Roma, 1762; Tommaso Traetta (1729-1779), Parma, 1765; Giovanni Paisiello (1740-1816), Roma, 1773; Antonio Salieri (1750-1825), Munich de Baviera, 1782; Domenico Cimarosa (1749-1801), Ná­poles, 1799; M. Antonio Portugal (1762-1830), Lisboa, 1801; Jaime Meyerbeer (1791-1864), Turín, 1819. Son notables también la can­tata Semíramis de Florent Schmitt (n. en 1870) y las músicas de escena para la obra homónima de Peladan, por-Carol Bernard (n. en 1885).

*    La obra más importante de este tema es la Semiramide de Gioacchino Rossini (1792-1868), con libreto sacado de Voltaire. Fue estrenada en Venecia en *L823. Con li­breto modificado y con el título Saúl, la misma música fue ejecutada en Roma en 1834 en forma de oratorio. El argumento es más sencillo que el de Metastasio. El príncipe Assur, amante de Semíramis, en­venena a Niño, esposo de ésta, e intenta matar también a su hijo Ninias, por temor de que éste le dispute el trono. Niño, sin embargo, tiene tiempo de enviar una carta a su amigo Fradates informándole de su des­gracia y encomendándole a su hijo, que habrá de vengar su muerte. Ninias es cria­do lejos de Babilonia, hasta que Fradates se lo manda a Semíramis con un cofre que ha de ofrecer al dios Belo. El cofre con­tiene una corona, una espada y la carta de su padre. Con el nombre de Arsaces, Ninias llega a Babilonia, mientras Semíra­mis está a punto de elegir un nuevo ma­rido. Un oráculo le ha predicho que ha­llará la paz a la llegada de un tal Arsaces. Ofrece, pues, la mano de esposa a éste ignorando que es su hijo. Mientras tanto, la sombra de Niño sale de su tumba y promete a Arsaces la corona, pero exige que su hijo descienda a su sepulcro e in­mole allí una víctima a su sombra. El gran sacerdote lo corona y le entrega la espada y la carta de su padre. Assur, temeroso, se dispone a matarle en la misma tumba.

Semíramis entra también en ésta para de­fender a Arsaces, y éste, cuando finalmente entra para celebrar el sacrificio, encuentra allí a Assur y lo ataca espada en mano; Semíramis se interpone y él mata a su ma­dre. La Semiramide no obtuvo de momento el éxito que Rossini esperaba y creía mere­cer, ya que había trabajado la obra con tiempo, gran ardor e inteligencia. Pero el mediano éxito se convirtió muy pronto en completo triunfo, tan caluroso que la ópera fue considerada por muchos como su obra maestra. Comenzando por la obertura, toda la partitura es bellísima y reúne en sí, fundiéndolas armoniosamente, todas las particularidades estilísticas exteriores, así como las cualidades profundas del genio de Rossini: los vivos contrastes, la agilidad técnica, el fuego interior. Pero las partes del canto, amaneradas por la sobreabun­dancia de los ornamentos, debilitan la obra y resultan ser sobre todo trozos de «bra­vura» para los cantantes. Éste es el prin­cipal motivo del olvido en que ha caído esta obra y del cambio radical del juicio crítico con respecto a ella, después de tan­tas y tan grandes alabanzas.

E. M. Dufflocq

Gioacchino Rossini reaccionó contra las doctrinas revolucionarias de Gluck con un éxito semejante a aquel con que el prín­cipe de Metternich, su gran protector, reac­cionó en nombre del contenido inhumano en verdad su único contenido — del Es­tado europeo contra las máximas doctrina­rias de los revolucionarios liberales… Como Metternich no podía, con plena razón, con­cebir el estado de otro modo que bajo la especie de una monarquía absoluta, así Ros­sini, con no menor consecuencia, concibió esta obra bajo la sola especie de la melodía absoluta. Ambos dijeron: «¿Queréis el Esta­do y la ópera? Aquí tenéis el Estado y la ópera: no existen otros». (Wagner)

Italiano puro, Rossini fue sobre todo un cantor. No se puede negar que escribe me­jor para las voces que Weber, Bach y que el propio Beethoven, aunque su nombre no merece en modo alguno ser citado en com­pañía de ellos: y sería menester ser frío como un mármol para permanecer insensi­ble ante algunas páginas de sus partituras. (Combarieu)