Segunda Parte de la Vida del Pícaro Guzmán de Alfarache, Mateo Luján de Sayavedra

Obra de Mateo Luján de Sayavedra (supuesto pseudónimo de Juan José Martí, 1570-1604), publicada en 1602. Esta segunda parte apó­crifa de Guzmán de Alfarache (v.) indignó al autor de la primera, Mateo Alemán, quien por más que reconociese «los discursos de calidad, que le quedo envidioso y me hol­gara fuesen míos», presenta en su conti­nuación al Guzmán («Atalaya de la vida humana», 1603) un Sayavedra desquiciado y presuntuoso. Dice el propio Guzmán (v.) en cierta ocasión: «La vida que me acha­can es testimonio que me levantan y no faltará otro Gil para la tercera parte».

Par­te última que ambos escritores prometieron sin llegar a realizar (Alemán: «… en la ter­cera y última parte si el Cielo me la diese antes de la eterna que todos esperamos»; Sayavedra: «en la tercera parte de mi his­toria, para la cual te convido si ésta no te deja cansado y enfadado»). Empieza la segunda parte de Sayavedra con la estan­cia de Guzmán en Roma, de donde huye en compañía de dos españoles, desertores de Flandes, quienes le abandonan tras robarle en el camino de Nápoles. Entra luego Guzmán al servicio de un clérigo noble al que defrauda yendo a parar a la cár­cel, de donde sale gracias a la clemencia de su reciente amo, para embarcarse hacia España en calidad de cocinero de un vi­rrey. Salvado de un naufragio en el golfo de Rasas, abandona su empleo para visitar la célebre montaña de Montserrat. Allí, exhortado por un monje que le echa en cara su vida de falso necesitado, decide acabar sus estudios en Alcalá, adonde se dirige («Aunque nuevo en Alcalá, viejo en todas las universidades»). Pero le arrastra el hábito del vicio y el desorden, y aban­dona las pillerías de Alcalá por las de Madrid. Proyecta un viaje a Valencia con motivo de las bodas del rey, pero en el ínterin siente la ilusión del retiro al claus­tro, mudado luego por alegre entrada al mundo de la farándula, que le lleva a Va­lencia y a galeras. Al iniciarse el libro, el nuevo Guzmán tiene escasa memoria de su anterior vida.

Más tarde, mediante ocasio­nales citas, se concilian ambos caracteres, en lo que éstos puedan tener de verosími­les («Y desto ya dije en la primera parte de mi vida»). La dualidad tan característi­ca del Barroco, bulliciosa anécdota y me­ditación espaciosa, se hace particularmente patente en el Guzmán de Sayavedra, con detrimento de la vivacidad y la acción, so­bre todo en el paso del segundo al tercer libro (capítulos de 1a. historia de Vizcaya). Guzmán aparece como lazarillesco bribón («Aunque soy picaro y de poca inteligen­cia»), o como notable estudiante de supe­rior cultura («Acuérdome que vi en la ley quinta, título séptimo de la partida segunda…»). En las páginas de este libro se mezclan las críticas sociales de corte erasmista con las resonancias antiluteranas del Concilio de Trento, y la temática disquisicional del Quijote (v.) (conocido antes de su impresión en 1605). Ingeniosas com­paraciones entre las armas y las leyes, dis­tinciones sobre la comedia (imitación acti­va) y la tragedia, consideraciones acerca de los sentidos corporales, sobre las virtudes del agua y el vino, de la paciencia. Refe­rencias al poder del dinero («No hay mon­taña tan alta que no la suba un asno car­gado de oro»), a la insinceridad y egoís­mo de las mujeres, a la simulación por el vestir («Más se estima al vestido que a la persona…»). Añádase a ello un denuesto de los libros ociosos y paganos, que lanza­ron a Guzmán a la vida de comediante («Dígote que me amanecían los libros en la mano y me acostaba con ellos»).

Junto a ello tenemos ocasionales intuiciones de temas aún hoy vigentes en España, como cuando a la acusación del clérigo («Los es­pañoles son monas imitadoras de otras na­ciones») replica Guzmán: «El no ser in­ventores viene de no tener los entendi­mientos mecánicos, sino liberales» y «que no tienen necesidad de inventar cosa al­guna, antes bien les pesa que se hayan inventado muchas». Sentir éste compartido por Unamuno en su «¡Que inventen ellos!»

R. Jordana