Se llaman «Sequentiae» los «júbilos» que se solían «ab antiquo» modular sobre la «a» del «Aleluya» que cerraba el «gradual», esto es, aquel responsorio que canta el coro en la misa, después de la Epístola, mientras el diácono se dispone a anunciar solemnemente el Evangelio.
Los júbilos del Aleluya, no ligados a las palabras de un texto («sequentia» es, por su origen, término únicamente musical que significa poco más o menos lo mismo que el francés «suite») eran muy largos y complicados y, confiados únicamente a la memoria de los cantores, sin notación precisa, eran recordados con mucha dificultad. Precisamente para obviar esta dificultad, en el siglo IX, un monje de Saint Gall, literato y músico experto, Notker Balbo, pensó unir las «sequentiae» aleluyanas a un texto literario e inventó de este modo una nueva forma de himno litúrgico que se llamó, como el canto al que se unía, «sequentia». La secuencia de Notker no es una composición en verso, no obedece a determinados esquemas métricos o rítmicos; precisamente por esto fue también llamada «prosa». No debe observar más que una regla: «a cada movimiento de la cantilena» debe corresponder una sílaba del texto literario. La fórmula notkeriana tuvo gran fortuna; de manera que pronto cada iglesia del rito latino tuvo su «secuenciario» que contenía las «prosae» para cada una de las misas del año litúrgico, y muchas de estas «prosae» son debidas a plumas ilustres.
Pasados unos siglos, las «prosae» notkerianas son substituidas por otra forma de secuencia, no ya prosística sino rítmica, y la innovación es debida al que se reconoce como el gran poeta litúrgico de la Edad Media, Adam de S. Víctor. De su vida nada sabemos, salvo la circunstancia de que pertenecía al cenobio de S. Víctor, el cual, como se sabe, fue uno de los centros culturales más ilustres de la Edad Media, iluminado por el gran magisterio de Hugo y de Ricardo. Y del simbolismo místico de Hugo se pueden reconocer en la obra de Adam reflejos evidentes. En lo demás, todo es inseguro e incierto, ni siquiera está identificada con seguridad la personalidad de Adam; y precisamente a causa de habérsele confundido con otros escritores eclesiásticos contemporáneos, se le atribuyeron varios escritos teológicos y exegéticos que seguramente no son suyos. De algunos obituarios se tomó la fecha de su muerte, que se coloca en un 18 de junio: pero no se sabe si de 1177 o de 1192. Secuencias atribuidas a Adam se hallan en todos los libros litúrgicos del siglo XIII y siguientes: y es notable el hecho de que los más antiguos de estos libros pertenezcan, no a iglesias del área victorina o parisina, sino a un centro meridional, en muchos respectos ligado con el ambiente trovadoresco, siempre ávido de todo experimento técnico (y los ensayos de Adam son, verdaderamente, dignos de esta curiosidad): la abadía de Saint – Martial de Limoges.
Como las secuencias de Adam ganaron fama inmediata y en seguida fueron abundantemente imitadas, es natural que sean atribuidas a él secuencias del tipo rítmico que no le pertenecen; hasta el punto de que hoy es difícil establecer cuáles son sus obras auténticas. Es difícil por la circunstancia de que en las secuencias de Adam no se reflejan los caracteres de una personalidad inconfundible. Jamás resplandecen en ellas grandes imágenes; ahí nunca resuenan grandes palabras. Se reconoce en ellas una experiencia técnica, madura y consumada, un dominio grandísimo de los procedimientos expresivos, y especialmente de la versificación. Literato peritísimo, versificador admirable, Adam, más que verdadero poeta, es maestro excelente del ritmo: en esto, nada tiene que envidiar a aquellos finísimos artífices del ritmo vulgar como lo son los trovadores contemporáneos provenzales. La estrofa de Adam es admirablemente varia y articulada; y la variedad de los ritmos y de las rimas (casi nunca una estrofa consta de versos de un mismo tipo; casi nunca una secuencia consta toda ella de estrofas de un mismo tipo…) confiere al texto ágil y suelta viveza, movilidad, sonoridad armoniosa y delicadísima. Excelencia técnica que no basta, a pesar de todo, a dar a la poesía el sello de una personalidad inconfundible. Por lo demás, la obra de Adam — como en general la poesía litúrgica — cuyo contenido y propósitos son substancialmente prácticos, no sale de lo típico y de lo genérico ni, por ello mismo, de lo anónimo.
Con todo, si se llegase, con fundamento de datos objetivos, a reconstruir el secuenciario auténtico de Adam, no se conseguiría una obra substancialmente diversa de un septenario cualquiera de cualquier Iglesia occidental, resultante de textos debidos a poetas diversos, compuestos en tiempos y en ambiente diversos. Por esto se explica la inseguridad de las atribuciones. En el Elucidarium ecclesiasticum están acogidas 37 secuencias de Adam, las únicas que el compilador declara haber encontrado en los manuscritos Victorinos, pero admitiendo que el poeta puede haber compuesto otras muchas: la Patrología latina (v.) de Migne ofrece 26 secuencias de Adam; los editores modernos 45, derivadas de un códice de la Nacional de París, del año 1239; en los Analecta Hymnica (vols. 54 y 55) Bannister y Blume se limitan, con cautela, a apuntar al principio de muchas secuencias la posibilidad de atribución a S. Víctor, discutiendo cada vez la legitimidad de la hipótesis. En todo momento, las secuencias de Adam son, naturalmente, «De tempore» y «De Sanctis»: dogmaticoteológicas las primeras, hagiográficas las segundas. El simbolismo místico huguiano se refleja, como hemos señalado» en la obra de Adam; el contenido catequístico de la liturgia católica lo desenvuelve y elabora en forma ágil y llana; podríamos decir divulgadora. Misterios y dogmas de la revelación son formulados en esquemas sencillísimos, expresados en imágenes y símbolos claros, transparentes y a los que la onda armoniosa del ritmo hace todavía más fáciles y persuasivos.
En el lenguaje de Adam entran las palabras metafóricas del lenguaje bíblico, las floridas comparaciones de las invocaciones letánicas, así como las figuras y los motivos de la retórica clásica, que el poeta maneja con desenvuelta seguridad. Las secuencias de la Natividad, de la Pasión y de la Resurrección desarrollan la compleja doctrina cristológica, traducida en símbolos y en imágenes a veces también bastante luminosas; algunas de ellas permanecen en la tradición literaria, como aquélla, por ejemplo, muy célebre «Si crystallus sit humecta», con que se figura el misterio de la virginidad de María también después del parto. Asimismo se recuerdan las secuencias de la Transfiguración, de la Santa Cruz, de la Ascensión, de Pentecostés; y entre las muchas de la Resurrección, la «Mundi renovatio», en que el tema del resurgir primaveral de la naturaleza es desarrollado’ con tonos que recuerdan los de los comienzos primaverales de las canciones trovadorescas. Acentos dulces y temas humanos» no sólo dogmas y misterios, se encuentran en las secuencias dedicadas a la Virgen. Entre las secuencias «De Sanctis» se recuerdan especialmente las de Pedro y Pablo, triunfantes de la docta Grecia y la potente Roma; del protomártir Esteban; de Víctor de Marsella, patrón del monasterio en que Adam vivió y poetizó; de San Miguel Arcángel, vencedor del dragón, antiguo protector de la paz en la tierra y en los cielos.
A. Viscardi
Poco le faltó para ser en verdad el más grande poeta lírico de la Edad Media; le faltó añadir a su genio de artista un poco de locura de amor, un poco de arrebato místico; le faltó además una verdadera originalidad de pensamiento. (Gourmont)