[Saint Joan], drama histórico en seis actos y un epílogo de George Bernard Shaw (1856-1950), representado por vez primera en Nueva York en 1923, tres años después de la canonización de la santa; fue editado en 1924.
Consiguiendo vencer repugnancias y sospechas de los capitanes franceses, la heroína se hace presentar a Carlos, el Delfín, o mejor, el rey no coronado aún, le saca de su indolencia y obtiene el permiso de guiar a los franceses en la liberación de Orleáns. Luego anima a Dunois, el Bastardo de Orleáns, en la batalla que dará a los franceses las ciudades y señalará para ellos el principio de la revancha. Los ingleses y el partido borgoñón ven en Juana un peligro; pero no sólo para su causa, sino también para el poder de los grandes feudatarios, puesto que la arrojada joven parece desconocer la necesidad de autoridades intermedias entre el rey y el pueblo. Ya se habla de derechos nacionales, se desea que Francia sea para los franceses. A su vez Cauchon, el obispo de Beauvais, huele la herejía en Juana, que rechaza intermediarios entre ella y Dios. Se perfila así la alianza entre los enemigos políticos de la Doncella y aquellos que le son contrarios por motivos religiosos. En la catedral de Reims, después de la coronación de Carlos VII, Juana, que ha proporcionado al soberano este solemne reconocimiento, no cree acabada su obra y querría que se prosiguiese vigorosamente la guerra; pero sus palabras no encuentran eco. A su alrededor ve la indiferencia, la cobardía, la ingratitud.
Si cayese en manos de los enemigos, nadie se preocuparía de rescatarla; ni el rey, que ya no tiene dinero, ni el ejército, que tiene otras cosas en que pensar, ni la Iglesia, que la considera presuntuosa. De manera que Juana, caída en Compiégne en manos de los borgoñones, es vendida a los ingleses, y después de meses de prisión, llevada ante el Tribunal de la Inquisición. Durante el proceso, al cual asisten también los dignatarios británicos, laicos y eclesiásticos, se hace patente el contraste entre la buena fe de los inquisidores y del propio Cauchon (del cual se intenta la rehabilitación) y la resuelta voluntad de los ingleses de llevar a cabo, bajo el manto de defensores de la ortodoxia, un asesinato político. La acusada, sencilla, ignorante, pero animada por su amor patrio, con cándida fe y recto buen sentido contesta agudamente, pero de manera que le perjudica, a los inquisidores. Éstos intentan salvarla del fuego induciéndola a firmar un acta de retractación. Y ella firma; pero cuando sabe que será condenada a cadena perpetua rasga el documento: no le es posible renunciar para siempre a ver el cielo, los campos, las flores, cabalgar con sus soldados, ascender colinas. Y es conducida a la hoguera. Aquí el drama debería darse por terminado. Pero el autor le ha añadido un fantástico epílogo. Estamos en 1456, veinticinco años después de la muerte de Juana. Un nuevo proceso ha rehabilitado su memoria y en sueños se aparece al rey; y se presentan también las sombras de los principales actores del drama; y un personaje de nuestros días predice la canonización de la heroína. Todos se inclinan ante ella; pero cuando ella pregunta si debe resucitar y volver al mundo, todos dan señales de profunda turbación y consternación.
Se ha quedado sola: «Oh, Dios, que has creado esta hermosa tierra, ¿cuándo estará dispuesta para recibir a tus santos?». También aquí ha querido Shaw presentar la heroína anti-heroica: no la obsesa ni la enviada de Dios, sino una mujer joven, de vulgar apariencia campesina, sencilla, sana, ignorante, que tan sólo en virtud de un buen sentido innato ve las cosas tal como son y no como quieren verlas los generales, chambelanes y los prelados ofuscados por los prejuicios de la tradición y de la casta. El halo de milagro que rodea a la jovencita no viene de luces superiores ni de una impostura voluntaria: ésta se siente llevada a objetivar sus impulsos en «voces» de seres misteriosos que la aconsejan, y es la primera en creer en este prodigio sin ser por esto una histérica ni una visionaria. Cada época tiene sus supersticiones, y la superstición científica de nuestros días no es ni más inteligente ni más evolucionada que la religiosa.
En su famosa introducción, Shaw enumera todas las creencias que la civilización burguesa del siglo pasado y del nuestro ha difundido como dogma: el hombre del pueblo moderno usa el termómetro con la misma mentalidad mágica con la cual su pariente medieval usaba la reliquia. Esta concepción es la base de toda la interpretación de Juana, en la cual Shaw ve ante todo una pura expresión de aquel primitivismo vital que va derecho a sus fines superando los compromisos, la superestructura de una sociedad civilizada y en la cual el comediógrafo vitalista tiene plena confianza. Además Juana (y ésta es la intencionada novedad de la interpretación) aparece como la defensora de las dos terribles herejías que a fines de la Edad Media están a punto de destruir el orden católico e imperial del mundo: el Protestantismo y el Nacionalismo. Reivindicando para sí misma una misión obtenida directamente de Dios, es protestante; sosteniendo los derechos de la nación autónoma es nacionalista y contraria a la idea de un imperio universal. La interpretación de los restantes personajes que se mueven alrededor de Juana, parte de una misma concepción fundamental: todos van de buena fe, todos tienen su razón, todos están implicados en una equivocación común. Por esto Cauchon se convierte en una noble y grandiosa figura de prelado que quiere solamente salvar el prestigio de la Iglesia y el alma de la jovencita; y, no obstante, no es más que un «visible and human puppet», un fantoche en el cual se encarna la Iglesia.
En el fondo de cada hombre está su primitiva inocencia y, a su alrededor, las incrustaciones de la civilización que le restan flexibilidad y le limitan. El único hombre superior que existe es el que consigue libertar hasta el máximo su vitalidad primitiva: el inferior es sobre todo un oprimido, una víctima de la sociedad. Solamente cuando la humanidad haya conseguido esta libertad interior será digna de acoger a sus santos. Obra de un escritor casi septuagenario, Santa Juana consigue a menudo conciliar el humorismo crítico con un sentido de emocionada solemnidad, especialmente en la- escena del proceso, la más fuerte de todo el drama. Aquí, más que en otras obras de Shaw, reaparece aquel motivo que, a pesar de estar presente en casi toda su producción, no ha encontrado jamás un verdadero desarrollo: el sentido de algo mágicamente indefinible que aletea en la mísera vida del hombre y que, a veces, lo ilumina con una voluntad de la cual los hombres son, como Andrés Undershaft (v.) en Comandante Bárbara (v.), «sólo una parte», o que, tal vez, está totalmente fuera o por encima de la voluntad humana. En resumen, aquella fuerza que levantará el viento tan pronto como Juana lo anuncia después de una larga bonanza y que afirma el prodigio dentro de la exaltación misma de un vitalismo naturalista.
E. di Carlo Seregni