Novela del gran escritor español Miguel de Unamuno (1864-1936), escrita en 1930 y publicada en 1931. En el prólogo a la edición de 1933 manifiesta Unamuno su carácter filosófico y teológico y afirma haber puesto en ella «todo mi sentimiento trágico de la vida cotidiana». El autor rompe con su acostumbrada técnica novelística de atender exclusivamente a la acción y nos presenta una novela con paisajes y descripciones de ambiente. La acción tiene lugar en la región de Sanabria, junto al lago de Lucerna, y en el pueblo del mismo nombre que el que, según la tradición, está sumergido en la laguna, esto es, Valverde de Lucerna.
La visita que en junio de 1930 efectuó Unamuno a esta comarca le impresionó vivamente y compuso, con tal motivo, dos poemas alusivos a la leyenda («Campanario sumergido / de Valverde de Lucerna, / toque de agonía eterna / bajo el caudal del olvido», dice en uno de ellos). Las dos Lucernas, la real de la acción de la novela y la sumergida — que es evocada continuamente -j- constituyen dos planos, claros símbolos de la vida real y terrena, y de la inmortalidad o, mejor dicho, del sueño de la vida eterna: el agónico dilema que late en el fondo de la obra. Unamuno transforma sustancialmente e idealiza los elementos de este paisaje hasta convertirlos en totalmente representativos del alma de sus personajes. La ciudad sumergida simboliza también el mundo interior, especialmente el de don Manuel, el protagonista, inmerso en la angustia de la muerte y en la duda de la inmortalidad. La vida de don Manuel, párroco de Valverde de Lucerna, en cuyos ojos había «toda la hondura azul de nuestro lago», se nos describe a través de las memorias de Ángela Carballino, mujer de fe viva y castísima admiradora del Santo.
El ejercicio del bien y de la caridad van creando una aureola en torno a la persona de don Manuel, que se extiende por toda la diócesis. El darse continuamente al prójimo, tanto física como espiritualmente, su celo religioso, su inmensa comprensión, eran las particularidades de su carácter. Pero también una profunda tristeza y un horror a la soledad; en el fondo de su alma «hay también sumergida, ahogada, una villa, y que alguna vez se oyen las campanadas», como en la noche de San Juan las de la aldea del fondo del lago. El pueblo todo recuerda cómo impresionó aquel «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» del sermón del Viernes Santo, que hizo a la madre de don Manuel, sentada en la iglesia, lanzar el grito de «¡Hijo mío!». A Blasillo, el loco del pueblo, se le quedó profundamente grabado y lo repetía siempre por las calles, como un trágico eco. Las memorias de Ángela Carballino — artificio del autor — van penetrando en el drama del alma de don Manuel. Su alegría y su sonrisa no eran más que la forma terrena «de una infinita y eterna tristeza que con heroica santidad recataba a los ojos y a los oídos de los demás». Durante la misa hacía rezar el Credo en común, pero al llegar a «creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable», don Manuel se callaba.
A Valverde llega por entonces Lázaro, el hermano de Ángela, venido de América con ideas progresistas y liberales, lo que pone frente a frente, en duelo espiritual, a este último y a don Manuel. Vence al fin don Manuel, pero a cambio de su secreto: confiesa a Lázaro su falta de fe en la otra vida. Y Lázaro se convierte en el más eficaz auxiliar de don Manuel en la lucha por mantener al pueblo en la fe. Muere al fin don Manuel, predicando y bendiciendo al pueblo, pero sin la fe y la esperanza que él sabía inculcar en los demás. Como Moisés, él ha visto cara a cara a Dios, es decir, ha conocido ^a verdad, y como dice la Escritura «el que le ve la cara a Dios, el que le ve el sueño de los ojos de la cara ,con que nos mira, muere sin remedio y para siempre». Don Manuel, que ha conducido a los suyos hasta la tierra de promisión, hasta el reino seguro de la fe, no puede entrar en él. Unamuno, en San Manuel Bueno, mártir, expone sus doctrinas del sentimiento trágico y de la angustia. El problema de la fe, convertido en drama de un sacerdote, sufre una potenciación, se crea con ello una situación ejemplar para desarrollar la teoría. El estilo de confidencia con que está redactado el libro se presta, por otra parte, a penetrar más fácilmente en la conciencia y en la personalidad del protagonista. La «agonía» de don Manuel — «agonía» en el sentido etimológico con que lo usaba Unamuno — es la misma del autor.
En su lucha por la fe, don Manuel busca querer creer, como lo hacía el propio Unamuno: «Y si creo en Dios, o por lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista». Don Manuel, al velar para que su pueblo no pierda la fe, no busca sino que le ayuden a creer, quiere, con ello, salvar la suya propia. Pero este querer creer es ya la fe: la conversión de ésta en auténtico drama es la más clara manifestación de su existencia y constituye la verdadera santidad, puesto que la fe, en el fondo, es desvelo y «agonía» unamuniana. Y por esto don Manuel es San Manuel Bueno y «mártir», mártir por su «agonía» individual, por su lucha por la fe.
A. Comas