[Nicolai Copernici thorunensis de revolutionibus orbium caelestium libri VI]. Es la obra fundamental de Nicolás Copérnico (1473-1543), en la que el astrónomo polaco explica el sistema que ha tomado su nombre. La idea del movimiento heliocéntrico, según las afirmaciones del propio Copérnico, se le presentó en la juventud, tal vez durante su estancia en Italia.
Sabiendo que ya otros antes que él habían pensado que el Sol era el centro del sistema, y previendo que esta hipótesis aboliría muchas de las complicaciones del sistema geocéntrico, trató de establecer su sistema que más tarde debían perfeccionar Galileo y Kepler. El anuncio de la nueva idea, revolucionaria en aquellos tiempos, y difícil de aceptar por la mayoría poco al corriente de los conceptos astronómicos, y también porque se creía que no podía ponerse de acuerdo con las Sagradas Escrituras, impidió a Copérnico exponerla públicamente, y sólo ya tarde, en los últimos años de su vida, fue inducido por los amigos y admiradores a revelar con muchas reservas sus ideas y por fin a dar su manuscrito De Revolutionibus a la imprenta: se dice que el primer ejemplar le fue entregado en el lecho de muerte. El manuscrito fue adquirido en 1626 por el conde bohemio O. Nostitz, cuyos descendientes lo conservan todavía. La primera edición es precisamente la de Nuremberg (1543), reimpresa en 1566 con una carta de Rheticus, uno de sus discípulos, y en 1873 en Torun por la Societas Copernicana Thorunensis junto con la Narratio prima de Rheticus. Existe una traducción polaca en la edición de Varsovia de 1854, y una alemana en la de Torun de 1879.
Los seis libros del De Revolutionibus contienen en resumen la afirmación de que la Tierra es esférica y que tiene un triple movimiento, la definición de la esfera celeste y teoremas sobre los triángulos esféricos, un catálogo de las constelaciones, la definición del día y de su duración, de la salida y la puesta de las estrellas. Trata de la precesión de los equinoccios, de las tablas de la prostaféresis, de los signos equinocciales y de la oblicuidad, tablas de los movimientos del Sol y de la Luna y de sus anomalías, tablas de las paralajes del Sol y de la Luna. Sobre el movimiento de Saturno, de Marte, de Venus, de Mercurio y de Júpiter, tablas de sus prostaféresis y determinación de sus latitudes. En el capítulo X del primer libro, «De ordine caelestium orbium», demuestra su sistema y escribe entre otras cosas que «en el centro del sistema se halla el Sol. ¿Quién, en efecto, en este magnífico templo habría podido poner esta lámpara en otro lugar mejor para poderlo iluminar todo al mismo tiempo? Pues, es verdad, que no sin motivo lo llaman la antorcha del mundo, otros la mente, y otros el regidor».
El sistema copernicano no es precisamente el sistema heliocéntrico que hoy, especialmente después de los descubrimientos de Kepler y de New- ton, conocemos: el suyo admitía epicicloides para dar razón del movimiento elíptico, mientras que éstas no eran necesarias para representar la parte del movimiento que dependía únicamente de las diferentes posiciones de la Tierra con respecto al Sol. Según el sistema copernicano, el centro del Universo se encontraba en el Sol, inmóvil en el espacio, y en torno a él las órbitas circulares no eran recorridas por los planetas más que por el centro de una pequeña circunferencia a lo largo de la cual se movían los planetas con movimiento uniforme.
Las dimensiones y velocidades de estos planetas estaban combinadas de modo que reproducían con gran aproximación el movimiento elíptico de cada planeta. A pesar de esta y de otras imperfecciones, el haber establecido Copérnico la doctrina del movimiento de la Tierra con una evidencia tal que hizo abandonar la ilusión de los sentidos, constituyó un notable progreso hacia el verdadero conocimiento del sistema planetario. Copérnico hizo revivir con esta obra una antigua idea, opuesta a los prejuicios y a los dogmas religiosos de su tiempo, basándola sobre nuevas y serias pruebas, bien que no del todo convincentes; dedicó su obra al papa Paulo III para no ser acusado de evitar el parecer de los hombres más competentes e ilustres y para que la autoridad del Padre Santo, si aprobaba su hipótesis, pudiese ponerle a salvo contra toda clase de persecuciones.
G. Abetti