[René, ou les effets des passions]. Narración de François – René de Chateaubriand (1768- 1848), publicada en 1802. Al igual que Atala (v.), originariamente formó parte del ciclo de los Natchez (v.), y hasta 1805 estuvo incorporada al Genio del Cristianismo (v.), con el fin de mostrar con un episodio bastante patético el poder de la palabra divina y la belleza de la religión.
Un joven francés, René (v.), refugiado en la colonia de los Natchez en la Luisiana, vive solitario en la salvaje naturaleza de aquellos lugares, y cuando del Viejo Continente le llega el anuncio de la muerte de su hermana, cuenta su vida a un viejo indio, Chactas, su padre adoptivo, y al reverendo Souél. Las inquietudes más ambiguas de la pubertad se habían manifestado en René desde los primeros años: pasó su infancia con una sensibilidad aguda y casi enferma. Entre la paz campestre y los primeros contactos con el mundo le hace de compañera de fantasías su hermana Amélie, dentro de una melancolía igualmente sutil, y, bajo ciertos aspectos, culpable, porque ambos se abandonan morbosamente al encanto de los sentimientos, a los que no oponen la guía de la razón y de la vida.
Pero René, para librarse de tantas inquietudes, deja a su hermana y va de tierra en tierra, consciente de la fragilidad de los bienes humanos, entre las ruinas que un día fueron el testimonio de la gloria en las memorias de los pueblos. Luego, desconsolado, vuelve a su casa. Amélie parece entonces huir de su presencia, casi sin acordarse del antiguo afecto. La tristeza del joven, su profundo e incurable mal, adquiere de este modo nuevas y convincentes formas: las pruebas ofrecidas por la vida le impulsan a desear la muerte como la liberación de tantos tormentos. Todas sus esperanzas se ven frustradas por la vida. La hermana le rehuye ineluctablemente y la cesión de sus bienes a René «como prueba de amistad» no hace más que volver más obscura la manera de obrar de la cual no comprende la causa. El convento aparece para ella como la resolución de un dolor del que nadie puede conocer la causa. Y en efecto, se hace monja. Pero durante la lúgubre toma de hábito (una de las páginas más cinceladas del arte del escritor) René sabe por la propia Amélie la terrible verdad: porque ella, mirando al suelo, humilde y avergonzada, pedirá a Dios que colme de sus bienes al hermano que no ha sido partícipe de su criminal pasión.
Con esto se dibuja mejor el tormentoso mundo de René en toda su ruina, ya que encuentra una satisfacción inesperada en la plenitud del sufrimiento, con una complacencia morbosa y sutil. De aquí su nuevo fantasear en las soledades de la naturaleza y el acusarse casi con voluptuosidad en los momentos de desaliento. Pero, como el padre misionero le recuerda severamente, tanto mal debe ser vencido por el deseo de ser útil a sus semejantes, por encima de la contemplación de sí mismo y de sus propios dolores. También René perecerá en la matanza de los Natchez, poco tiempo después. Se suceden en esta obra idilios y crisis de juventud, dentro de una melancolía tenue y dolo- rosa, por la que los lectores pueden comprender su íntimo valor más allá de su misma relación con el Genio del Cristianismo, por la sutileza febril y malsana que, partiendo de Rousseau, aproximará a René a los héroes de Sénancour y de Constant — y más aún a Obermann (v.) que a Adolfo (v.)—por la amarga conquista de la propia e inconfundible realidad interior, que tanto papel juega en el romanticismo y en la literatura moderna.
También por este carácter, ligado al fermento de ideas y de pasiones de aquella época, el libro es merecidamente famoso. [Trad. castellana de Torcuato Torio de la Riva (París, 1807); de Fr. Vicente Martínez Colomer, con el título de Vida del joven René (Valencia, 1813); y de Manuel M. Flamont (Gerona, 1871)].
C. Cordié
A este libro le ha cabido el honor de hallar por vez primera una expresión para lo que parecía indefinible. (Sainte–Beuve)
Ninguna psicología, mucha retórica, y entre todo esto, a trozos, una verdad profunda, una desoladora melancolía. Porque es su propio mal lo que describe, de su mal viven Chactas, Eudoro y René; y por todas partes donde la expresión no sobrepasa la realidad de los sufrimientos morales del autor, emana un encanto doloroso. (Lanson)
Durante medio siglo, René determinó una fiebre poética fuera de lo ordinario, que decayó poco a poco después de la muerte de Chateaubriand, sobre todo porque fue sobrepasado y sustituido por las Memorias. (Thibaudet)