[Recueillements poetiques]. Poesías de Alphonse de Lamartine (1790-1869), publicadas en 1839, precedidas de un prólogo en forma de «Lettre a M. Léon Bruys d’Ouilly» y de un «Entretien avec le lecteur», ambos interesantísimos, porque (aparte su preciosa confesión de que la poesía no fue nunca cosa esencial en su vida) expresan la dolorosa conciencia de que había terminado para siempre aquel momento tan propicio que había determinado, en gran parte, el considerable éxito de las Meditaciones poéticas (v.), como es, en los versos, la triste convicción de que ha huido la juventud, con todas sus ilusiones.
No están ausentes por completo de estos cantos, en gran parte circunstanciales, el falso sentimentalismo, la intemperancia verbal, la entonación oratoria y el frío esquematismo lógico, que aparece mal disimulado bajo el aparente tono inspirado, que caracteriza en gran parte las colecciones precedentes. Pero tampoco se puede afirmar, como alguien ha hecho, que el tono oratorio domine aquí más que en los volúmenes precedentes.
Pues, si bien es cierto que, por ejemplo, la primera poesía, «Cantique sur la mort de Mme. la duchesse de Broglie», se reduce sustancialmente a un frío razonamiento que comienza con una increpación a la divinidad, para terminar exaltándola; si «Utopie» es un canto más oratorio que poético; si es cierto que en los versos «A une jeune filie poete» existe una superabundancia de elementos descriptivos, mientras se halla en gran parte ausente el alma poética de la mujer que se trata de exaltar, también lo es que, en conjunto, la obra se caracteriza por un sentido de la medida y que incluso se encuentra en ella un Lamartine más sencillo e inmediato, a la vez que más pensador, con un tono llanamente discursivo y, también, poético; enamorado, sin afectación, de la vida agreste, que canta con la humildad de espíritu y con el tono elegiaco que responden al aspecto más sincero de su alma poética.
Así, como en las Nuevas meditaciones, podemos encontrar en esta colección un Lamartine que podrá considerarse como «de segundo orden», pero que no es despreciable y que resulta, posiblemente, más espontáneo y selecto. En la poesía «Un nom», por ejemplo, se evoca con un sentido de realismo no muy frecuente y, a la vez, con un casto perfume de gracia indefinible, una sugestiva figura de mujer; la poesía «A M. Félix Guillemardet, pour sa maladie», un tanto excesivamente oratoria, en conjunto, se redime de la ambigüedad en virtud del fragante y verdadero hálito de caridad cristiana; los versos «A une jeune filie qui me demandait de mes cheveux» se hallan totalmente penetrados por el sentido doloroso de la fugacidad de la vida; y la poesía «A mon ami Aimé Martin sur sa bibliothéque», tan sencilla y melancólica, humilde y resignada, aparece iluminada por la conciencia de una vana ilusión de la gloria. Pero las dos joyas del libro son el «Cantique sur un rayón de so- leil», todo él infiltrado de un sano sabor agreste y en el que es celebrada la magnificencia de Dios, y «La cloche du village» — sobre todo el final —, donde el espíritu del poeta suplica a la humilde campana que cante sobre su tumba, no con un tañido melancólico, sino con su más jubiloso canto de fiesta, parecido al de la alondra en las primeras luces del alba.
F. Àmpola
Es un órgano de iglesia, con todos sus recursos, con su potencia infinita, con sus diversos registros, sus voces celestiales y sus notas desgarradas, todo lo que limitan sus amplios costados. (G. Sand)
El viejo Lamartine ha muerto; de tantos hombres como en él vivieron, no ha quedado, como él asegura, más que uno solo: el hombre de letras. Dudo que haya sido nunca otra cosa que esto. Si por hombre de letras se entiende, como él cree, y erróneamente, el que sabe bien decir. (De Sanctis)
Lamartine es incapaz (tal vez por indiferencia) de objetivar las sensaciones que le llegan del mundo externo: sus descripciones aparecen absolutamente subjetivas, líricas y musicales, más que pictóricas, como resonancias del alma al contacto con las cosas, más que refracciones de las cosas a través del alma. (Lanson)
La complacencia que el poeta da a entender de sí mismo, el culto que mantiene de su propio sentimiento, quita carácter inmediato a su sentir y le impide crear una forma original, que siempre se encuentra dispuesto a sustituir con formas fáciles, oratorias y melodramáticas. Teatraliza el sentimiento, como actor de sí mismo. (B. Croce)
Como todos los románticos…, Lamartine está lleno de ideas. Pero con un brío juvenil, despoja estas ideas de todo cuanto podría justificarlas… Lo que estorba en Lamartine, no en el Lamartine autor de versos, sino en el Lamartine poeta, es su facilidad de creer y, sobre todo, la facilidad de su aceptación. No existe en él ni autonomía ni resistencia de pensamiento, la cual, en la mayoría de los casos, no es sino el eco del sentimiento y de la expresión. (Fernández)