[Problems of Philosophy]. Estudio del problema gnoseológico, obra del filósofo y matemático inglés Bertrand Russell (n. en 1872), publicado en 1911. Representa la nueva tendencia filosófica del realismo que se difundió por Europa en el primer decenio del siglo XX, especialmente en Inglaterra y en América, como reacción al pragmatismo, al intuicionismo y al neohegelismo, afirmando la plena y total independencia entre el no-yo y el yo, y la necesidad de que la contemplación filosófica parta del no-yo, a fin de ampliar el horizonte del yo y su visión y posición frente al universo. El autor parte del examen de las apariencias y de la realidad, para llegar a la conclusión de que lo que vemos no existe tal como lo vemos.
Pero ya se trate de «un conjunto de espíritus» o de «una idea de la mente de Dios», ya de un gran número de cargas eléctricas en vertiginoso movimiento, el mundo externo existe realmente, y existe independientemente de nuestra percepción, tal como lo proclama nuestra creencia instintiva. Pero los idealistas niegan la existencia de la materia, y el autor examina y critica sus argumentos, demostrando que nosotros podemos tener conciencia de ella por la experiencia ajena, aunque no la conozcamos. Trata del valor de la inducción, «necesaria para dar validez a todos los argumentos basados en .la experiencia aunque no demostrables por ella»; de la deducción por las proporciones generales conocidas a priori; de la «síntesis a priori» de Kant; de los universales y del conocimiento de los universales.
Observa que frecuentemente entre los filósofos «sólo los universales que conocemos bajo el nombre de adjetivos y sustantivos han sido reconocidos como tales, mientras que aquellos derivados de los verbos y de las preposiciones han sido por lo general descuidados»; y acusa de este descuido a la concepción de las entidades como relación entre las cosas, y a los sistemas del monismo y del monadismo. ¿Qué clase de ser conviene a los universales? Ellos no son pensamientos ni sentimientos; subsisten o tienen un «ser» opuesto a la existencia y fuera del tiempo: ser inmutable, estático, exacto, como quiere el matemático, el lógico, el metafísico… y todo, aquel que ama la perfección más que la vida. Además del conocimiento inmediato de las «cosas» tenemos el conocimiento inmediato o intuitivo de las verdades evidentes por sí mismas; y de ahí nace el problema del error: ¿cómo distinguir la verdad del error y la verdadera creencia de la falsa? El autor basa la verdad y la falsedad en propiedades dependientes de las relaciones entre las creencias en sí mismas y las otras cosas y principalmente en las cualidades internas de las creencias, esto es, en la coherencia interna del conjunto de nuestras creencias.
Admite, con todo, que no es fácil descubrir una forma de relación a la cual no puedan oponerse irrefutables objeciones; el autor reconoce que «si la verdad consiste en una relación entre el pensamiento y las cosas que están fuera de él, el pensamiento no puede saber cuándo adquiere la verdad» (razón por la cual la «adecuación de la cosa al intelecto» no significa para Santo Tomás de Aquino sino una correspondencia entre la actividad intelectiva y la cosa tal como es en nosotros, aprehendida en su forma indiferenciada, la coherente interpretación de los datos de la experiencia subjetiva, y no ya como una paradójica realidad «fuera» de la experiencia misma). En conclusión, según el autor, no existe un conocimiento filosófico esencialmente diferente del científico y con resultados radicalmente diferentes. La filosofía es esencialmente crítica de los principios de la ciencia y de la vida cotidiana, y búsqueda de sus inconsecuencias para rechazarlas o afirmarlas.
Y también crítica del conocimiento, pero no en el sentido de un escepticismo intransigente contra el que no pueda valer argumento lógico alguno. Pero más que disminuir los peligros de error o disminuirlos, la crítica no podrá resolver el problema. El conocimiento sobre el universo considerado como un todo no puede ser fruto de la metafísica, y la prueba de la segura existencia de determinadas cosas y de la no existencia de otras, no pueden resistir el examen crítico. Lo fundamental de la filosofía de Russell es su lógica, cuyas aplicaciones calan cada vez más hondo y han modificado profundamente, con los años, sus puntos de vista ético y metafísico, de tal manera que él prefiere calificar su filosofía de «Atomismo Lógico» que de Idealismo o Realismo.
Si pudiéramos hablar de «realismo» en la obra de Russell deberíamos calificarlo de «Realismo atómico», que pretende llegar a hechos independientes entre sí y del conocimiento que se tiene de ellos. La obra concluye así: «La filosofía debe ser estudiada no con el fin de obtener unas respuestas definitivas…, sino más bien por las cuestiones en sí mismas, que amplían nuestra concepción, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la rigidez dogmática que limita la especulación; con ello, a través de la grandeza del universo, objeto de la filosofía, incluso se ensancha la mente y se hace capaz de aquella unión que ha de constituir su más alto bien».
G. Pioli