[Principes de la Nature et de la Gráce fondés en raison]. Tratado del filósofo alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz (1646-1716), compuesto en 1714, en el mismo año que la Monadología (v.), pero publicado póstumo en «L’Europe savante» en 1718. Como la Monadología, contiene un resumen o sumario de la metafísica del autor.
La sustancia es un ser capaz de acción, es sencilla o compuesta: la sustancia sencilla, o «mónada», es la que no tiene partes. Las mónadas, no teniendo partes, no se pueden formar ni destruir, ni empezar ni terminar mediante procesos naturales; duran por consiguiente como el universo, que puede cambiar, pero nunca acabar. Una mónada sólo se puede distinguir de otra por cualidades y acciones internas, que son sus percepciones («representaciones de lo compuesto, o de lo que está fuera, en lo sencillo») y sus apetencias («sus tendencias de una percepción a otra»), que son los principios del cambio. En la naturaleza todo está lleno. Hay sustancias sencillas, que cambian continuamente sus mutuas relaciones; y toda sustancia simple es el centro y la unidad de una sustancia compuesta: está rodeada por una masa constituida por una infinidad de otras mónadas, que componen el cuerpo de esta mónada central. Ésta, conformándose al cuerpo, representa como desde una especie de centro las cosas que están fuera de ella misma.
Y puesto que por la plenitud del mundo todo está vinculado, y todo cuerpo actúa sobre otro más o menos intensamente según la distancia, se sigue que cada mónada es un reflejo viviente del universo; estando provista de acción interna, representa el universo según el propio punto de vista, y por lo tanto resulta regulada del mismo modo que el universo. Las percepciones de la mónada nacen una de otra gracias a la ley de los apetitos, o causas finales, mientras los cambios de los cuerpos y los fenómenos exteriores nacen unos de otros según la ley de las causas eficientes. Entre las percepciones de la mónada y los movimientos de los cuerpos hay una perfecta armonía, que está preestablecida entre el sistema de las causas eficientes y el de las causas finales. En esto consisten la unión y la armonía del alma con el cuerpo. Existe una infinidad de grados en la jerarquía de las mónadas, según la claridad y distinción de sus percepciones.
Los animales son algo más que simples vidas, ya que sus almas están dotadas de memoria y sentimiento, que les dan una especie de inteligencia, que no se basa en el conocimiento de las causas, sino en la simple asociación de los recuerdos; los espíritus, en cambio, han sido dotados de verdadera inteligencia y de «apercepciones», es decir, autoconciencia. No solamente las almas no perecen, sino tampoco los cuerpos, que se transforman junto a las almas, pasando así los compuestos de sencillas vidas a animales superiores (más complejos, con almas elevadas). Dentro de la teología, Leibniz sitúa el gran principio de «razón suficiente»: «que nada ocurre sin que sea posible, para quien tenga una suficiente noción de las cosas, dar un motivo que baste para determinar por qué es así y no de otro modo». Por lo tanto, puesto que el mundo como serie de seres contingentes no es motivo suficiente de sí mismo, hay que remontarse hasta una razón última y necesaria que es Dios. Él tiene en grado eminente todas las perfecciones que están en grado relativo en las mónadas: potencia, conocimiento, justicia y bondad.
Por ello Dios, conociendo el universo, eligió el mejor plan posible, donde hay la mayor variedad con el máximo orden y mayor felicidad de los seres. Por ello éste es el mundo más perfecto posible. Se regula mecánicamente de la manera más sencilla, ya que Dios escogió las leyes de naturaleza (mecánicas) según el principio (finalista) de la elección de lo mejor. Además cada mónada se regula de forma que, sin ejercer ni recibir acciones exteriores, representa todo el universo y es representada por él; de manera que todo resulta regulado de una vez para siempre con el máximum de orden y correspondencia posible. Sin embargo hay. que tener presente que, si bien es cierto que cada mónada lo conoce todo, puede conocer la mayor parte de las cosas solamente de una manera oscura y confusa, ya que para Leibniz conciencia (percepción) no es autoconciencia (apercepción).
El alma razonable o espíritu, más que un espejo viviente del universo, es una imagen de Dios, participando en su capacidad creadora y productiva, conociendo las causas de las cosas y poseyendo aquel saber matemático según el cual Dios las reguló. Por ello los espíritus son miembros de la ciudad de Dios, el más perfecto estado formado y gobernado por el más perfecto monarca; en este estado todo resulta regulado de manera que cada pecado lleva consigo su castigo, cada virtud su premio. Solamente conociendo estas perfecciones de Dios podemos amarle tal como debemos y pregustar la felicidad futura. Este escrito, paralelo a la Monadología — con la que tiene en común cierto dominio de las tendencias teológicas, característico del Leibniz más maduro —, si bien no posee su perfección sistemática y su equilibrio de las partes, la completa en muchos puntos esenciales: se define la noción de sustancia como lo que es capaz de acción, y las nociones de percepción y apetito, por regla general bastante vagas en los textos de Leibniz, y se intenta dar una demostración «física» de la armonía preestablecida.
Más importante es el hecho de que el principio de razón suficiente, cuyo sentido es impreciso y oscilante en casi todas las obras de Leibniz, incluso en la Monadología, se fija en sentido finalista; de aquí que la tentativa de conciliación entre mecanismo y finalismo se basa en el significado físico y al mismo tiempo teológico de la armonía preestablecida, y la contingencia del mundo. De todos modos este finalismo transportador a lo Absoluto pierde todo significado relacionado con el mundo de los valores y llega a ser un criterio exclusivamente matemático: en esta interesante resolución de la noción de fin en la de máximo matemático está la mayor autocrítica del aristotelismo leibniziano y de su polémica antimecanicista.
G. Preti