Policrático, Juan de Salisbury

[Policraticus, sive de nugis curialium et vestigiis philosophorum]. Obra escrita por Juan de Salisbury (Johannes Saresbetiensis, 1110/20-1180), después de haber participado durante bastantes años en la vida de la corte londinense en ca­lidad de consejero del arzobispo de Can­terbury.

En el prólogo lamenta los doce años perdidos entre las «nugae» (frivoli­dades), que le hicieron descuidar sus estudios de filosofía. S. Tomás Becket, canciller del Reino, a quien la obra está dedicada, le impulsó a buscar consuelo en el estudio. Y la obra, que es el fruto maduro del hu­manismo del siglo XII, está toda impreg­nada de entusiasmo por el mundo de la cultura, por las «litterae» que salvan las barreras del tiempo y del espacio, que unen a los hombres de generaciones distintas y de naciones lejanas, que cubren, sucesiva­mente, de gloria o de infamia. «Las letras enjugan nuestras lágrimas en el dolor, res­tauran nuestras fuerzas después del tra­bajo; hacen en la miseria la gloria del pobre; enseñan al rico, en la opulencia, la moderación.

Leer y escribir algo útil es la mejor manera de librarse de las pasiones para fortalecerse contra la desgracia. Entre todas las ocupaciones humanas no hay otra más dulce ni más útil… Ante estas glorias, todos los placeres del mundo son sólo amargura». La obra se inicia con un examen de las «nugae» de la vida de la corte, la caza, la música, los espectáculos, las supers­ticiones mágicas y astrológicas, y así suce­sivamente. «El mundo es como una escena en la que cada cual recita su papel», es la frase que Juan toma de Petronio y comen­ta: «Comparación llena de gracia y de verdad. El Espíritu Santo ha dicho que la vida del hombre en la tierra es una batalla. Si hubiese considerado nuestra época, sin duda hubiera dicho que es una comedia».

Pero lo que hace particularmente intere­sante esta primera parte del Policraticus no es solamente su lengua clasicizante, el fondo de erudición, el amor apasionado al mundo clásico; el autor se refiere continua­mente a su mundo, sacando de ello ocasión para infinitas digresiones, ricas en observa­ciones morales. Este interés minucioso y sutil por la humanidad en todas sus mani­festaciones constituye verdaderamente el nuevo acento de Juan de Salisbury. Pero también bajo otro aspecto tiene gran im­portancia el Policraticus: en la historia de las doctrinas políticas, donde ejerció gran influjo hasta Santo Tomás y aún más allá.

En el cuarto libro, al trazar su concepción del Estado, el autor comienza por exami­nar la relación entre el poder laico y el eclesiástico, para llegar a determinar los fundamentos de la autoridad del príncipe, arrancando de la falsa carta de Plutarco a Trajano. Uno de los aspectos más carac­terísticos de su pensamiento es la teoría del tiranicidio, sobre la cual parece que escri­bió un libro, el De exitu tyrannorum. Si es verdad que él rey recibe su poder de Dios, el tirano que traiciona su misión di­vina es la imagen de Lucifer.^ Y el pueblo, que tiene el deber de obedecer al rey como a ministro divino, tiene el derecho de juz­gar y matar al señor que traiciona sus obligaciones. «César — observa Juan — no era cruel, sino que amaba perdonar las ofensas. Superior por valor, lo fue también por prudencia. Quería ser justo y no des­cuidó nada para ser sabio…

Pero se había apoderado del poder con las armas; con justicia, pues, era considerado un tirano y merecía caer, con el consentimiento de la mayoría del senado, bajo los golpes de Bruto». El Estado, según Juan de Salisbury, puede compararse al cuerpo humano: los pies representan al pueblo, que fecunda la tierra con su trabajo; los brazos son los guerreros que, armados, defienden la pa­tria; ojos y oídos representan a los magis­trados; la cabeza es el rey. Pero un cuerpo no vive sin alma, y el alma está repre­sentada por la religión a través de sus ministros, colocando en primer lugar al Pontífice, al que el príncipe está, por tanto, subordinado.

«El príncipe es ministro de los sacerdotes e inferior a ellos». La ley divina encuentra en el príncipe al intermediario en quien actualizarse. El príncipe, por ello, tiene la misma función que corres­ponde a la razón entre Dios y la naturaleza. «El Estado es un cuerpo animado por la munificencia divina, conducido por la vo­luntad de la soberana justicia y dirigido por una regla de razón». Pero junto a este esfuerzo de insertar en el orden sobrenatural un orden racional, encontramos siem­pre vivo en Juan de Salisbury el sentido humano que lo caracteriza, como cuando insiste sobre la función del pueblo, de los campesinos.

«Cuando el pueblo sufre es como si los señores padeciesen gota. Si se quiere que el Estado sea espléndido de sa­lud y fuerza, es necesario que los miembros superiores se dediquen al bien de los infe­riores». Precisamente esta rica humanidad hizo del Policrático una obra preferida tanto por la Edad Media como por el Re­nacimiento.

E. Garin