En el tomo LXVII de la «Biblioteca de Autores Españoles» puede encontrarse una buena selección de poesías de Félix María Reinoso (1772-1841) y en el tomo XXIX de la misma Biblioteca su poema más ambicioso, «La inocencia perdida», que fue publicado en Madrid en 1804, después de una edición furtiva y plagada de errores que siguió a la concesión del premio con que fue galardonado en un certamen al que concurrió también, entre otros, Alberto Lista.
Reinoso formó parte de la escuela sevillana prerromántica con el nombre de Fileno, y de acuerdo con el espíritu de aquélla manifiesta en su poesía un decidido gusto por las formas clásicas y se mantiene rígidamente en el marco de sus estrechas fórmulas. Más que poeta es artífice, y así su poesía se resiente de la falta de una inspiración auténtica y es en cambio casi perfecta en cuanto a la forma, primorosa en varias ocasiones. Falta en sus poemas contenido, naturalidad, facilidad e inspiración; la perfección externa no llega a infundirles un espíritu vivificador.
«La inocencia perdida» es un poema en dos cantos sobre el mismo tema que Milton escogió para su Paraíso perdido (v.); fue tema fijado por la Academia que convocó el certamen y resultó poco apto para las características que se exigían de los poemas. Técnicamente es una obra muy bien construida, pero de ella dijo la crítica inmediata que «la parte dramática es muy inferior a la descriptiva», y el juicio dice ya mucho del valor real del poema. Entre sus otras composiciones hay que recordar sus delicadas anacreónticas, sus odas (mejores sin duda las profanas que las sacras), sus elegías y sus epístolas. Su poesía cobra mayores alientos cuando en ella puede hacer gala de su brillante cultura de hombre de estudios y de su fino espíritu crítico; la «Oda a las artes de la imaginación» es un claro ejemplo de ello.
De su «Oda a la muerte de Ceán Bermúdez», una de las más perfectamente acabadas, dijo Gallardo: «La afectación de sensibilidad es la más fastidiosa de todas las afectaciones», duro y un poco injusto juicio que puede servir, con todo, de triste epitafio a una poesía brillante, pero «sin seso».
A. Pacheco