Obra del pintor francés Paul Gauguin (1848-1903), que apareció fragmentariamente en la «Revue Blanche» en 1897, y publicada en un volumen en París el año 1900, intercalándose en el texto unos pequeños poemas de Charles Morice, de secundario interés.
Es una clara y encendida pintura de las costumbres y del paisaje de Tahití, con abundantes páginas que no son más que un pretexto para tratar cuestiones de arte y de polémica contra la cultura y la sociedad contemporáneas y que explican por qué la personalidad de Gauguin es comparada a la de Rimbaud. De sangre peruana por vía materna, la infancia de Gauguin transcurre en Lima.
Marinero en sus años juveniles, después agente de bolsa en París, abandona al fin a su familia para dedicarse a la pintura, a través de dificultades y sacrificios de toda clase que exasperan en él la obstesión polémica que llenará toda su vida sobre la condición social del artista. Una primera huida de Europa (a la Martinica) y la ya definitiva a Tahití son la conclusión. La rebelión hacia una vida ahogada por limitaciones materiales y morales y una cultura de igual manera viciada y prisionera en una inexpugnable trama de prejuicios que agostan la inocencia de la poesía, es un motivo que aparece frecuentemente en la obra.
De discutible valor literario, el Noa-Noa, empezado como una especie de «diario» desde el día de la llegada a Tahití, desarrolla en una serie de capítulos, a lo largo de una prosa con frecuencia más sencilla y natural que complicada, la descripción de los lugares y personajes conocidos que se suceden en fragmentos equivalentes, los mejores de ellos, a otros tantos de sus lienzos, al menos donde no ha prevalecido un fácil gusto por lo exótico, en páginas tales como las del entierro del rey, con su cortejo de mujeres a lo largo del río, las de las horas transcurridas en compañía de una princesa indígena, las de la vida en los poblados, las de su encuentro y relaciones con Tehura, la muchacha de Tonga que comparte con él buena parte de aquellos años, y que son, por lo demás, páginas de fluida y vital expresión, salpicadas de certeros matices psicológicos.
La narración peca, en su conjunto, de discontinuidad en la forma de insistir sobre los motivos de la eterna lucha entre la vida civilizada y la primitiva, con respecto a otros de mero placer, en el contraste de las páginas de escueta y exacta crónica con las que dan de Tahití la imagen de un «paraíso encontrado», expresado todo ello a través de un sutil contrapunto de figuras y símbolos. En estas últimas páginas, escritas en un lenguaje extremadamente «visual», resaltan las situaciones con un verdadero y propio desarrollo del libro, en donde figuras, paisajes y cosas están agudamente sintetizados y resueltos (como en su pintura) en un juego exacto de forma y color, en una continua creación altamente «decorativa».
D. Morosini