Morsamor, Juan Valera

Novela de don Juan Valera (1827-1905). Escrita pocos años antes de morir (1899), esta novela casi puede lla­marse de aventuras; el propio autor, en el prólogo-dedicatoria, dice así: «Tomando por lo serio algunos preceptos irónicos de don Leandro Fernández de Moratín en su Lección poética, he – puesto en mi libro cuanto se ha presentado a mi mente de lo que he oído o leído en alabanza de una época muy distinta de la presente, cuando era España la primera nación de Europa». Y en verdad que las figuras de los frailes Miguel de Zuheros, Ambrosio de Utrera y Tiburcio de Simahonda son caballerescas y aventureras, y corren por tierras y ma­res de los que gran señora era España.

La enseñanza final no es otra que la humildad cristiana, aprendida por fin en realidades soñadas o en sueños realizados con el ne­cesario concurso del Mal (fray Tiburcio quizá), cuya concurrencia empuja al Bien a desarrollarse y sacar forma de toda ace­chanza que conspire contra su fama. Fray Miguel de Zuheros, en cuya alma inquieta e insatisfecha lee fray Ambrosio de Utrera (docto en magia benéfica), recibe de éste un elixir que le duerme y transforma, de viejo caduco en mozo arrogante «al des­pertar». Acompañado de fray Tiburcio, se­ñor y escudero se lanzan a locos quehaceres de guerra y amor, de los que sacan quebrantos o glorias que tampoco satisfa­cen a fray Miguel. Terminado, pues, el ci­clo, vuelve a encontrarse en el mismo con­vento de donde partiera, al cabo de cua­renta años de vida oscura y atormentada, para hallar en la hora de la muerte la paz y el verdadero equilibrio del amor divino.

Su muerte y la meditación consiguiente suscitan en fray Ambrosio el deseo de de­jarse de alquimias; su sospecha sobre la santidad de fray Tiburcio se ve confirmada por la desaparición del mismo apenas fray Ambrosio destruye sus alambiques y retortas y quema sus formularios cabalísticos. En estilo ligeramente burlón, denso de ilus­tración y sabiduría, el autor nos lleva por la Historia, por las ideas, a través de los siglos; se juega donosamente con innume­rables aventuras de la mente humana, y si bien a veces los diálogos o los soliloquios se extienden, lo hacen con agrado del buen lector. La ponderada pulcritud del autor maravilla sin arrastrar empero al entusiasmo.

C. Conde