Misas, Tomás Luis de Victoria

Son veinte en con­junto, de las cuales dieciocho con texto de la misa ordinaria y dos con el de la de Requiem. Fueron todas publicadas en vi­da de Tomás Luis de Victoria (15409-1611) en varias colecciones aparecidas respectiva­mente en los años 1576, 1583, 1592, 1600 y 1603; en la edición moderna de sus obras, al cuidado de Felipe Pedrell (Leipzig, 1902- 1913), están distribuidas según el número de las voces, que varía de 4 a 12, y puede a veces variar hasta en el ámbito de una misma misa, como se usaba en aquellos tiempos.

En la estructura y en los carac­teres generales, las misas de Victoria en­tran en la órbita de la llamada escuela ro­mana, con la cual él, español de naci­miento y también por formación artística, estuvo en contacto muchos años. Las cinco partes del «Ordinarium missae» («Kyrie», «Gloria», «Credo», «Sanctus» y «Agnus») parten de un canto dado, esto es, de una melodía gregoriana, que es desarrollada polifónicamente en cada una de ellas, con­firiendo una unidad temática que es también unidad expresiva (en los tiempos mo­dernos esta unidad sería llamada «cíclica»); y en este fluir de las partes de un con­junto exclusivamente vocal, domina una gran pureza de líneas, un amplio sentido de armonía formal y al mismo tiempo de místico recogimiento; caracteres comunes, ciertamente, a todas las formas musicales sacras del siglo XVI, pero especialmente predominantes en la misa, en la cual los contrastes dramáticos se componen y casi se anulan en el misterio del rito. Más allá de estos rasgos genéricos se halla, natural­mente, la individualidad de los autores y de las obras, la cual, sin embargo, es difí­cil definir en pocas palabras.

Con todo, cabe recordar algunas particularidades ex­trínsecas ya notadas por otros: por ejem­plo, que Victoria no toma nunca los temas de composiciones profanas (como lo hacían a veces sus coetáneos, incluso Palestrina); que en las llamadas «missas parodias» (aque­llas en que el autor utilizaba y reelaboraba la música de otras composiciones pro­fanas, generalmente del mismo artista) usa con la mayor libertad la composición «pa­rodiada», hasta el punto de alterar y descomponer su originaria estructura; que en las composiciones a 8 y 12 voces emplea la división del coro en dos o tres grupos de cuatro voces cada uno, obteniendo así efectos con mayor plenitud de acordes que . de polifonía; que en estas composiciones, con mayor número de voces, se vale del acompañamiento del órgano, etcétera. Sin embargo, todo esto queda todavía fuera del espíritu de Victoria. Tal vez para apro­ximarse a él sea menester referirse a aque­lla particular profundidad e intensidad trá­gica de expresión que ha sido tan nota­da en sus Motetes (v.) y que hace prefe­rir a algunos su arte al de Palestrina, más extático; pero en realidad estas compara­ciones son superficiales, porque ni Pales- trina es siempre sereno, ni Victoria siempre trágico; son, en realidad, dos temperamen­tos distintos, aunque también con muchos puntos afines, como todos los músicos insig­nes de aquel siglo.

En las Misas de Victo­ria, aquel ardiente dramatismo que se nota en ciertos Motetes suyos no puede hallar lugar por motivos inherentes a la forma, de los que ya hemos hablado; pero se halla en ellas un ardor contenido, una concen­tración intensa que recuerda el tono de ciertas misas de los flamencos del siglo precedente, especialmente de Josquin Després, aunque, naturalmente, el sentido ar­mónico de Victoria es más moderno. La misa más célebre de Victoria es la titulada O quam gloriosus est, a cuatro voces, de rara frescura de inspiración. La Pro vic­toria, a 12 voces con acompañamiento de órgano, es según el musicólogo Peter Wagner una composición de circunstancias, casi como una llamada triunfal y vocal que anuncia el estilo de un Orazio Benevoli, tí­pica manifestación del barroco musical; por esto interesa más como documento histó­rico que como genuino modelo de Victoria, el cual permanece en el ámbito de aquel puro estilo vocal llamado «a capella». Por lo demás, Wagner parece dudar de la au­tenticidad de esta misa, como del acompa­ñamiento de órgano de todas las misas en que se encuentra anotado. En las dos misas Pro defunctis, naturalmente, el elemento dramático es más acentuado, aunque no exista, sin embargo, sombra de énfasis ni de tonos crudos; también aquí el estilo es más profundo que en los motetes y de colorido sombrío y trágico.

La disposición del texto es algo diversa de la del Oficio del Gradual; falta la secuencia completa del «Dies irae»; sólo hay hacia el fin de la misa un trozo muy breve sobre las palabras: «Dies illa, dies irae, calamitatis et mise­ria e, dies magna et amara valde», en el que se insinúa también (más claramente en el «Requiem» a cuatro voces que en el a seis) el tema clásico de la secuencia (v. Dies irae). De estas dos composiciones, la se­gunda es la más larga e importante; es más, no se trata de una sencilla misa, sino de todo un «Officium defunctorum» dedicado en 1605 a la emperatriz María, y que com­prende, además de la misa, un motete, un responsorio y una «lectio». Según algunos, es ésta la mejor obra de Victoria: lo cierto es que figura entre las más extensas y grandiosas.

F. Fano