[Messa da requiem]. Misa para solos, coro y orquesta de Giuseppe Verdi (1813-1901), estrenada en 1874. Conocemos las relaciones de Verdi con la religión: incrédulo en el fondo, con gran disgusto de Giuseppina Strepponi y a pesar de las exhortaciones de ella. Incrédulo, pero no materialista, pues, por el contrario, le dominaba una profunda persuasión inconmovible de la realidad y la inmortalidad del alma — sentimiento característico del siglo XIX —, así como de la existencia no precisada de un Ser supremo que personifica las íntimas razones de la justicia y de la moralidad.
Religión, en suma, en estado de sentimiento, que se niega a pasar al grado de certidumbre lógica o intuitiva. Como tal, tiene gran parte en el mundo elemental y robusto del drama musical verdiano; religión nunca encerrada en sí misma, inaccesible en su sobrehumana trascendencia, sino concebida como sistema de relaciones entre el hombre y Dios. Amenazadora y terrible en el Nabucco (v.), suavemente consoladora en la Forza del destino (v. Don Alvaro), que es tal vez la ópera de Verdi más penetrada de religiosidad. Se comprende fácilmente que Verdi, al acercarse a la forma musical de la Misa, se sintiese atraído por la variedad particular de la Misa fúnebre. En ella la acción es, en substancia, bajada del Cielo a la Tierra; en ella el drama del hombre frente a la muerte, raíz última del teatro de Verdi, se halla en primer plano; aquí, en fin, es evitada la terrible dificultad musical de todas las demás misas: el «Credo». Téngase en cuenta que en este trozo se han de musicar textos densos de contenido ideológico y de historia, como el «Genitum non factum», el «Et incarnatus est», el «Et unam sanctam catholicam et apostolicam Ecclesiam».
¿Qué hubiera podido decir todo esto a la naturaleza de Verdi, tan ajena a toda definición conceptual? Piénsese, además, que en la Misa funeral el «Credo» está sustituido por la fulgurante visión del «Dies irae», con la humana angustia del que ha de ser juzgado, con la desesperación de los condenados, con la tremenda majestad divina, y no será difícil comprender la preferencia del maestro. Estrenada en Milán en el primer aniversario de la muerte de Alessandro Manzoni, a quien Verdi veneraba inmensamente, la misa se remonta en parte a una concepción precedente. A la muerte de Rossini (1868), Verdi había lanzado la propuesta algo quimérica de una Misa de Requiem compuesta por los mejores músicos italianos — con Merca- dante a la cabeza — para honrar la memoria del gran desaparecido. Él mismo se había elegido para formar parte del grupo y había preparado el «Libera me», que luego pasó a definitiva redacción. Pero aquella idea le hostigaba y a comienzos de 1871 confesaba al maestro Mazzuccato que sus alabanzas por el «Libera me» casi habían hecho nacer en él el deseo de escribir una Misa entera, tanto más cuanto que, dándole algún mayor desarrollo, encontraría casi hechos el «Requiem» y el «Dies irae», cuya recapitulación está en el «Libera», ya compuesto. Es decir, que ya estaban escritas — con excepción del breve y sublime ofertorio «Domine Jesu» —todas las partes más bellas y vitales de la obra. Obra sobre cuya crítica ha pesado siempre como una maldición el equívoco de su carácter religioso.
La común acusación de teatralidad melodramática, aún no totalmente extinguida en tiempo de entusiasmo por Verdi, halla fácil refutación en las consideraciones sobre el carácter completamente humano y moral de la genérica religiosidad verdiana. Brotada de aquel mundo sentimental, la Misa de Requiem se afirma en un plano de valores estrictamente musicales. Libre de las acostumbradas estrecheces de la verosimilitud dramática, la fantasía musical de Verdi se enciende toda en contacto con el problema, aparentemente técnico, de componer el coro y las cuatro voces del cuarteto según exigencias únicamente sonoras. Éste es el núcleo generador de la obra, y ello resulta de evidencia deslumbradora ya desde el pasaje inicial, que tiene un carácter inconfundible de «presentación» de las voces: confiado el «Requiem» al coro, el «Kyrie» ve entrar sucesivamente, bajo el mismo tema, tenor, bajo, soprano y contralto. Tenemos al viejo maestro, al experto insuperable en voces humanas, poniendo en movimiento todos sus recursos. Y ahora, finalmente, ya sin las enojosas obligaciones de tener que exponer, como en el teatro, un hecho precedente, sin personajes secundarios, sin superfluos consejeros, sino con libertad de canto, desplegada en toda su más sublime pureza.
Esto explica que las mayores bellezas de la Misa queden individuadas en las concertantes, de mayor complejidad y ambición, mientras las grandes partes de los solos (como el «Ingemisco» para tenor, el «Confutatis maledictis» para bajo, el unísono del «Agnus Dei») sean de inspiración más decaída y produzcan una insatisfacción que se traduce precisamente en la acusación de melodramatismo. En general, las últimas partes que compuso: el «Sanctus», algo expeditivo, el «Agnus Dei» y el «Lux aeterna», no alcanzaron la altura de los tres primeros números («Requiem» y «Kyrie», «Dies irae» y «Domine Jesu»), en particular del «Dies irae», para cuya grandiosidad es ya ritual el epíteto de «miguelangelesco».
M. Mila