Memorias Póstumas de Braz Cubas, Joaquim Machado de Assis

[Memorias posthumas de Braz Cubas]. Novela del brasileño Joaquim Machado de Assis (1839-1908), publicada en 1880. El máximo escritor brasileño consiguió, en esta obra maestra narrativohumorística, crear un clima de valor esencial: con un argumen­to leve y libresco, las memorias de ultra­tumba de un rico desgraciado en amores, clásico tipo de epicúreo, funde la novela de costumbres con la novela de ideas, ani­mándolas con mágicas sugestiones nostál­gicas, sutilmente cerebrales, a lo France, Pirandello y Kierkegaard.

La obra se des­arrolla por ondas de impresiones y re­cuerdos, pensamientos y fantasías, ágil dan­za ideal recamada sobre un motivo tocado sobre una sola cuerda, con extrema libertad y agilidad. La mente del autor, mulato de orígenes humildes, obrero tipógrafo, más tarde fundador y presidente perpetuo de la Academia Brasileña de Letras, aparece iluminada algo tumultuosamente por tan­tas influencias ilustres y diversas, desde Shakespeare a Víctor Hugo, pero ordenada al fin en una profunda catarsis y refracta­da en el prisma de una inteligencia viví­sima. Braz Cubas es el mismo Machado, que narra el mito de toda una vida, sínte­sis de sus aspiraciones y de su más alta espiritualidad. El tono y el ambiente de la novela, apreciables universalmente por los resultados de sabiduría a que llegan, son además todo lo brasileños que pudiera de­searse; lo real y lo ideal se confunden en segura armonía creadora. Es el Brasil de tiempos del ilustrado emperador don Pe­dro II, que reinó de 1841 a 1889. País blan­do y aristocrático, cosmopolita y pagani­zante, hedonista y cerebral; el amor de Braz Cubas por tres mujeres distintas: la bailarina Marcela; la rica y vana Virgilia; la apasionada, ilegítima y coja Eusebia, tiene el valor de un hecho y de un sím­bolo, emblema de la amarga caducidad hu­mana, a la que, empero, el hombre debe agarrarse como al áncora de salvación en el gran naufragio de todas las demás am­biciones e ilusiones.

Cubas es pariente de los personajes de France y, con mayor bondad pero no con menor ironía, más que vivir, se contempla vivir y observa cada minucia para extraer luz de sabiduría, aun considerándola inútil. El amor, parece de­cirnos Braz con su desolada lucidez, es la única esperanza de vida, antes de afrontar la muerte y temer la decepción de una in­mortalidad negada, quizá, por un oscuro destino. Las Memorias comprenden desde el nacimiento hasta la tumba, con un procedimiento análogo a ciertas novelas del XIX, todavía ligadas al proceso lineal de la novela histórica y ya fundidas con el psico­lógico, como Guerra y paz (v.) y sobre todo como las Confesiones (v.) de Nievo, con cuya obra, por la manera de pintar los amores infantiles, tiene singulares afinida­des. Marcela y Virgilia recuerdan inmedia­tamente a Natasa (v.) y la Pisana (v.). To­das las mujeres del libro, excepto la «hon­rada alcahueta» Plácida, figura menor muy conseguida, están vistas con ojos indulgen­tes y a la par severos del filósofo que excu­sa, pero conoce los defectos de las criaturas que representa. El humorismo de Machado alcanza el vértice de lo sublime al reflejar precisamente todas las debilidades huma­nas, al compadecerlas sonriendo, ya con plena piedad, ya con escepticismo punzan­te, para llegar al pesimismo más gélido.

Su prosa tiene una limpidez admirable, pe­netra como un aire claro y ligero que sos­tiene y mueve continuamente la narración. El tipo del diplomático, del esclavo libera­do, del filósofo mendigo, aquel Quincas Borba (v.) que da el título a otra novela suya, junto a las demás figuras y figurillas e incluso caricaturas, son inolvidables por la verdad y vivacidad de los contornos, por la agudeza psicológica. El autor reserva para el final de la obra, tras haber llevado la narración con amplio y sostenido alien­to, la triste verdad, el jugo de toda la his­toria; y después de haber vertido su iro­nía, ya grotesca, ya elegante, sobre todos los aspectos de la vida, después de haber terminado la vida de Cubas, en la pos­trera acumulación de recuerdos, contem­plando a la humanidad en sus estériles tentativas de perfección, en su aferrarse a todas las debilidades, obstinada en llamar­las o creerlas buenas o continuamente ape­tecibles; ante el propio fracaso como hom­bre de amor que no se ha formado una familia, exclama al fin, libre de todo juicio y respeto hacia sus hermanos hombres: «Me encuentro con un pequeño beneficio; no he tenido hijos; no he transmitido a nadie la herencia de nuestra miseria». Conclusión que recuerda a Schopenhauer y a Leopar­di, y en la que, legítimamente, reposa la mano del gran creador, una de las voces más sonoras de la literatura en lengua por­tuguesa.

U. Gallo