Los Siete contra Tebas, Esquilo

Este drama de Esquilo (525-456 a. de C.) fue representado por vez primera en Atenas durante la primavera del año 467. Era el tercero de un grupo trilógico; los otros se titulaban Layo, el primero, y Edipo, el segundo. Es, por consiguiente, una tri­logía de tema tebano. De esta trilogía sola­mente se conserva Los siete; de los otros dos dramas, tan sólo escasos fragmentos.

El mito del Layo cabe imaginar que fuese el siguiente: Layo, hijo de Labdaco, rey de Tebas, esposo de Yocasta (v.), no ten­drá hijos; por tres veces lo señala así el oráculo de Apolo; si desobedece, caerá sobre él y su descendencia ruina y muerte, hasta la tercera generación. Desobedece y tiene un hijo, Edipo <v.). Layo y Yocasta sienten pavor y abandonan al niño £n el Citerón. Allí lo encuentra un pastor, que lo lleva consigo y lo educa. Edipo va cre­ciendo con el transcurso de los años, y un día se halla ante su desconocido padre, al que mata en una pelea. Éste es el mito de Edipo, que recoge el Edipo rey (v.), de Só­focles. Existía en Tebas una esfinge que de­voraba a cuantos no acertaban a descifrar sus enigmas. Edipo va a Tebas y vence a la esfinge; como premio lo hacen rey, casándose con Yocasta, su madre; de ella tiene cuatro hijos: Eteocles (v.) y Polinice (v.), Antígona (v.) e Ismene (v.). Trans­curren algunos años. Tebas es devastada por una peste; porque según dice el oráculo, acoge en su seno a un parricida, al cual es preciso buscar y expulsar. El propio rey Edipo da órdenes para que se le halle. Entonces se descubre que Edipo es el pa­rricida y el esposo de su madre. Ante tal revelación, Yocasta se mata y Edipo se saca los ojos, huyendo errabundo y ciego al destierro. Nos hallamos en Los siete, es decir, en la tercera generación. Entretanto, Edipo ha muerto. Eteocles es el rey de Tebas, a la vez que mortal enemigo de su hermano Polinice. Pesa sobre los dos una terrible maldición paterna, que es sin em­bargo reflejo y consecuencia de la desobe­diencia de Layo. Polinice, de acuerdo con el rey de Argos, Adrasto, marcha contra Tebas. La tragedia comienza cuando el ejér­cito de Argos se halla ante las puertas de la ciudad. Seis guerreros, además de Polinice, están frente a la ciudad.

Viene un emisario del campamento y dice los nom­bres y las armas de los siete guerreros. Responde Eteocles y declara qué guerreros tebanos opondrá a cada uno de los seis guerreros de Argos: contra el séptimo, Po­linice, combatirá él mismo. A sangre y hierro, Eteocles y Polinice se disputarán la herencia paterna. Y así sucede. Cuan­do el coro de las vírgenes tebanas, aterro­rizadas, le dicen: «¿Quieres, pues, verter sangre fraterna?», Eteocles responde: «Si así lo quieren los dioses, no puedo escapar a la desventura». Y se lanza a la batalla. Poco después entra el emisario en escena y narra la muerte de los dos hermanos, que se han matado mutuamente. Son traídos a escena los dos cadáveres. Surge ahora la disputa por la sepultura, ya que los ma­gistrados de Tebas no quieren que Polinice, el enemigo de la patria, sea sepultado, sino arrojado fuera de los muros tebanos, a mer­ced de los perros y de las aves de rapiña. Ante esta decisión se rebela Antígona, y mientras Ismene sigue el cadáver de Eteo­cles, Antígona acompaña el de Polinice. Es lícito dudar que este contraste figurase en el drama original de Esquilo; pero es un problema que aquí debe indicarse tan sólo. La verdadera novedad es Eteocles: es decir, un carácter y una figura, una persona a la que el poeta infundió tal fuerza vital que entra en el círculo de la vida y parece vivir independientemente del poeta mismo que la creó, y del propio drama en que fue creada. Los siete constituye el drama de Eteocles, que es la más bella expresión del guerrero-héroe de todo el teatro griego, únicamente guerrero. Incluso el sentido re­ligioso queda sometido al sentido de la guerra.

Mientras las mujeres rezan, su deber es combatir: resistir al enemigo, ésta es la plegaria; la obediencia a los jefes es la base del triunfo; la sangre de los hombres, no es más que el vino de que se nutre Ares. Él conoce las furias que se ciernen sobre su cabeza y también sus maldiciones: su corazón supera también esto, porque su vo­luntad es sólo combatir, cualquiera que sea el resultado de ese combate, incluso la muerte. En la estructuración del drama se aprecia cierta rigidez de forma, cierta dis­tribución de esquemas, cierta simetría en las agrupaciones de versos y recitados, cierta firmeza y estilización que son caracterís­ticas de toda la poesía de Esquilo y que alcanzan, en ciertos momentos, un aspecto más elevado que en cualquier otro lugar: ellas mismas expresan y construyen, con su rigidez arcaica y nobilísima, esta figura de rey. Observemos la escena central del dra­ma. Llega el emisario del campamento; a la vez, acude Eteocles de la ciudad. Los siete jefes enemigos están ya situados en las siete puertas. Eteocles dispone cuáles de sus guerreros lucharán contra cada uno. Son siete, y siete grupos de trímetros para cada uno de los siete y siete guerreros, dedicándose la misma extensión a cada una de las parejas; y en la parte central, entre una pareja y otra, una estrofa lírica a la que corresponde otra estrofa en oposición entre las dos parejas sucesivas. En estas siete parejas de trímetros, el estilo macizo de Esquilo realiza su más elevada prueba. Hay versos que parecen de hierro. Cuando en Las ranas (v.) de Aristófanes describe Eurípides el estilo de Esquilo y dice que sus versos son como carros de guerra, es indudable que Aristófanes pensó en Los siete.

En ningún otro drama demostró Es­quilo, como en éste, la potencia gallarda y vehemente de su estilo. Se dice estilo épico. Es cierto si pensamos en Ayax (v.) defen­diendo las naves o en Aquiles (v.) luchando con el río. Pero en la epopeya, incluso don­de la acción es más extraordinaria, el estilo se alarga, se distiende y conserva el valor tenso y claro de la narración. Aquí no su­cede así; por el contrario, se recoge, se hace denso y obstinado. Aquí las palabras se hacen insólitas. Esquilo las crea, las estructura y las vuelve a componer y las liga de un modo personal, con audacias propias, mezclando imágenes y acumulando metáforas con una aspereza y una dureza que suenan a choque de armas. Hay trí­metros formados por sólo tres palabras, o cuatro: bloques enormes para levantar estructuras y murallas ciclópeas. Y todo ello, desde la técnica de la composición del drama a la técnica de la composición de cada uno de los versos, todo está compuesto y concebido para Eteocles: y-de ello brota, efectivamente, una figura tallada a grandes golpes, como inacabada, pero precisamente en este final no realizado encierra su máxi­ma perfección, totalidad y fuerza expresiva. [Trad. española de Fernando Segundo Brieva Salvatierra en Las siete tragedias de Esquilo, tomo I (Madrid, 1942). Versión ca­talana de C. Riba en Tragédies (Barcelona, 1933).

M. Valgimigli

Lo que había sido creado por Esquilo, Só­focles y Eurípides no era tan denso y pro­fundo que permitiera ser oído y vuelto a oír numerosas veces, con peligro de que se convirtiese en trivial y muerto. Los esca­sos fragmentos grandiosos que han llegado hasta nosotros son ya de tal amplitud y significado, que nosotros, pobres europeos, seguimos trabajando en torno a ellos, a pesar de los siglos, y seguiremos todavía, durante nuevos siglos, alimentándonos y nutriéndonos de ellos. (Goethe)

Es un mundo que todavía es completa­mente inmediato a los orígenes de lo que hallamos en Esquilo; un mundo en el que los dioses se hallan presentes y su destino se desencadena sobre los hombres con una especie de ceguera, con un poder de mal­dición que todavía no se han debilitado. El conflicto entre los dioses y los hombres no tiene tregua. Sin descanso, el hombre se ve vigilado, sofocado y paralizado. Nada de él escapa a la mirada de las divinida­des, que pesan implacablemente sobre su destino. (E. Jaloux)