[Silvae]. Compuestas entre los años 89 y 95, constituyen la colección de las poesías de Publio Papinio Estacio (459-100?). Son treinta y dos poesías divididas en cinco libros, con predominio de los hexámetros dactílicos, y de las cuales la más larga tiene 292 versos y la más breve 19. Cada libro va precedido de un prefacio en prosa y una dedicatoria. El primero está dedicado a Arruncio Stella, el segundo a Atedio Melior, el tercero a Polio Félix, el cuarto a Victorio Marcelo, el quinto a Abascalto.
Con el nombre de «selva» se entiende un canto improvisado, a lo que salga, imperfecto; en efecto, estas poesías han brotado por repentina inspiración. Los temas son diversos: cantos para óbitos, matrimonios, viajes, cumpleaños, curaciones, descripciones de ciudades, de baños, de objetos artísticos, epístolas, billetitos poéticos, adulación. La experiencia épica de Estacio es causa de que el poeta use hasta para fútiles y cotidianos temas acentos magnilocuentes, erudición mitológica y ión hiperbólica de la realidad. Con todo, su prodigiosa facilidad en poetizar sobre toda circunstancia consigue librarlo de las trabas del cerebralismo a que el género épico le constreñía. En su conjunto, Las selvas son una crónica versificada y periodística de Roma. Ante todo contienen las habladurías de la Corte. El imperio de Domiciano estaba en manos de los pocos libertos que hacían de ministros de Hacienda y Obras Públicas, o de secretarios de Estado; las inmensas riquezas que habían reunido durante su administración imperial se disipaban en casas, quintas, parques y termas, rivalizando en riqueza y suntuosidad con las más nobles y ricas familias senatoriales y ecuestres.
Para demostrar de cuánto podían disponer, aquellos nuevos ricos daban recepciones públicas en sus casas, compitiendo en lujo hasta con la corte imperial. Invitado a tales fiestas, el poeta escribía, halagado, cantos de ocasión, en los cuales sus huéspedes eran transfigurados en otras tantas divinidades del Olimpo, y el emperador en el mismo Jove. Pero aquel fausto de la época domiciana carecía de buen gusto, y sus mecenazgos no tenían criterio artístico. De aquella triste vida de la capital, el poeta escapa gozoso, de cuando en cuando, y se refugia con el pensamiento, cuando no puede hacerlo en la realidad, en las quintas campestres de sus amigos ricos situadas sobre el golfo partenopeo, junto a su ciudad natal. Puede cantar asuntos más alegres cuando le encargan algún epitalamio; decidido y sincero admirador del bello sexo, al que no alaba únicamente por sus dotes físicas, sino también a menudo por sus cualidades intelectuales, como la habilidad en la danza y en el canto, se extiende en la descripción de las ceremonias nupciales de personalidades; ceremonias que, aun siguiendo el rito tradicional, habían causado entonces estupefacción por el fausto y la magnificencia con que se habían desarrollado; así se originan las descripciones de unos cortejos nupciales entre el gran concurso de la muchedumbre y el selecto grupo de los participantes, y hasta de las divinidades que toman parte en aquel momento solemne. Como las bodas, también los entierros ofrecen tema para poesías de encargo: los epicedios.
El tema del último beso, con que la esposa recoge el postrer suspiro del marido moribundo, o el piadoso ademán de cerrarle los ojos al cadáver, o el llamar repetidamente por su nombre al muerto, el lavatorio, la unción, las cantilenas entonadas por las plañideras, que golpeándose el pecho, arañándose las mejillas y desgreñándose los cabellos, acompañan al féretro, son otros tantos momentos sentimental y ritualmente conmovedores. Escritas muchas veces para lecturas públicas, Las selvas son verdaderamente poesías de conferenciante, el cual, cuando es menester, no desdeña los más fútiles temas, como la muerte de un león domesticado del emperador. Deseoso de renombre, el poeta prueba suerte con estas poesías en los certámenes poéticos, los cuales, presididos por el emperador, ofrecen como premio al vencedor una corona. Los argumentos son en estos certámenes un pretexto para poder introducir en ellos la mayor cantidad posible de alabanzas al emperador, erigido en juez. Para alabarlo, cualquier ocasión es propicia: ¿Se le erige en el Foro una estatua ecuestre? He aquí a Estacio escribiendo su canto en el cual el monumento ecuestre aparece en el escenario del antiguo Foro romano, entre el estupor de las divinidades de aquel lugar, las cuales al resonar los golpes de los artífices, levantan la cabeza llenas de curiosidad. Más que crónica poetizada, Las selvas son crónica «mitologizada» de la vida pública y privada de la Roma domiciana, y aún por entre el énfasis y la retórica de la poesía ocasional, encuentran acentos de vivo y conmovedor lirismo.
F. Della Corte
Estacio aportó a la lírica la fogosidad de una improvisación que brotaba de una mente casi incapaz de inspiración íntima, llena de doctrina académica, obsesionada por la mitología y disipada en un mundo exterior de formas literarias. (C. Marchesi)