[Les villes tentaculaires]. El poeta belga Émile Verhaeren (1855-1916), en estas poesías, publicadas en 1895, arranca del tema inspirador de los Campos alucinados (v.) y da a la recopilación casi la unidad ideal de un poema. La primera poesía, «La llanura», nos lleva a la visión de la muerte irremediable de la que fue sana campiña fecunda, trabajadora, religiosa; el trabajo mecánico ha matado el trabajo de los campos; la misma gente se ha transformado: «trozos de vida en un enorme engranaje», mientras los surcos donde trabajaron un día, las iglesias donde rezaron, están desiertos como sepulcros vacíos. En cambio, en la ciudad, el pasado se mezcla «avec le présent net, í’avenir encore gauche»; ha muerto el sueño antiguo y se forja el nuevo, y los malos fermentos, las horas de locura no importan, si un día «un nuevo Cristo, esculpido en la luz, eleva hasta sí a la humanidad». Así, pues, las locuras, los dolores, las esperanzas turbulentas de la gran ciudad tentacular forman la materia de las poesías sucesivas: «Las catedrales», recuerdo de una devoción que está en el ocaso; «El puerto», símbolo de conquista afanosa. Junto con «Las fábricas», que evocan con su ritmo mismo el suburbio obrero, los rumores ensordecedores, el trabajo paciente, mecanizado, monótono, «La bolsa», «El mostrador de carne» [«L’étal»], y «La rebelión», son cuadros de contorno neto, de colorido mesurado y seguro, donde el pathos moral del autor hace circular la poesía en temas que nos parecen lejanísimos.
Intercaladas con ellas hay poesías con nombres de estatuas, símbolos anónimos de los distintos ideales personificados en figuras excepcionales: santo, héroe, científico, aventurero; piedras miliares en el fatigoso trabajo de los siglos. Y luego la visión de los males, la visión de la ciencia que golpea incansable en los laboratorios a la puerta del Misterio («La investigación») y permite esperar el día en que «tantos cerebros tendidos hacia lo desconocido» puedan ofrecer segura «la síntesis de los mundos». Como epílogo un himno a las «Ideas» que gobiernan evidentes e invisibles a la ciudad: la Fuerza, la Justicia, la Piedad y, soberana, la Belleza. Termina la selección la poesía «Hacia el futuro», que precisa las funciones de las ciudades concentrando en ellas suficiente fuerza y luz «para inflamar los cerebros de quienes descubren las normas y resumen en sí al mundo». Apagado el espíritu del campo, que era el espíritu de Dios, avanza el espíritu del Hombre. ¿Volverán a existir los campos del Edén terrenal, copas llenas de claridad y de salud? ¿Existirán los últimos paraísos sin Dios, donde irán a soñar los sabios? Entretanto, la vida se contenta siendo una alegría humana y derechos y deberes son los distintos- sueños que la juventud del mundo lanza ante toda esperanza. Afirmación de vida y esperanza, con algunos rayos de nostalgia, estas poesías no tienen ya nada de hermético: alguna huella simbólica y una gravedad de contenido que se expresa de tarde en tarde en imágenes poco felices pero siempre avivadas por un profundo sentimiento.
B. Treves
Esta poesía carece de intimidad, y no se llevarán los libros de Verhaeren al campo para leerlos entre las primeras glicinas en flor. No consolará de sus dolores secretos a ningún alma herida. Sin embargo, puede dar a los jóvenes atraídos por los sueños sociales la sensación de que sus ideas han encontrado un profeta. (De Gourmont)