Obra del escritor español Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). En tres volúmenes de apretada lectura se extiende el vastísimo panorama universal contemplado y vivido por aquel ardoroso valenciano que, con acentos de «belleza formal y personajes que son sus intérpretes dignos, con vulgaridades y rencores, con facilidad novelesca y fallos de erudición y aparato arqueológico, con estilo a veces desaliñado» — pero otras veces deslumbrante — fue un narrador de sus tierras, deseoso de lanzarse por rutas extrañas.
En una de las primeras mañanas del otoño de 1923, sentado en su jardín de Mentón, entabla un soliloquio acerca del súbito afán que siente de dar la vuelta al mundo. Toda la naturaleza, deliciosamente fácil, que le rodea le insta a quedarse; hasta invoca la edad ya no juvenil del novelista. Pero él quiere viajar, precisamente como novelista, para contar lo que vea por donde pase: «como el que describe las personas y los paisajes de una fábula novelesca, sólo que ahora los seres y las cosas conservarán los mismos nombres que llevan en la realidad». Así, en el volumen I nos habla de los Estados Unidos, Cuba, Panamá, Hawai, Japón, Corea, Manchuria; el II, de China, Macao, Hong-Kong, Filipinas, Singapur, Birmania, Calcuta; el III, de India, Ceylán, Sudán, Nubia, Egipto. Al final, cuando ansia volver cuanto antes a su jardín de Mentón, contestando a una dama que le pregunta por sus impresiones del mundo que ha visto, resume: «Todos los hombres son lo mismo, y nuestros progresos puramente exteriores, mecánicos y materiales.
Aún no ha llegado la gran revolución, la interior, la que inició el cristianismo sin éxito alguno, pues ningún cristiano practica sus enseñanzas. Lo que he aprendido es que debemos crearnos un alma nueva, y entonces todo será fácil. Necesitamos matar el egoísmo; y así la abnegación y la tolerancia, que ahora sólo conocen unos cuantos espíritus privilegiados,, llegarán a ser virtudes comunes a todos los hombres».
C. Conde