[Visio Wettini]. Es la más importante y famosa de las obras poéticas de Walafrido Strabon (o Strabo), de origen suevo, que vivió durante el renacimiento carolingio (hacia 808-849) y fue educado en los monasterios de Reichenau y Fulda.
Esta visión, tenida por Wettino, maestro de Walafrido, poco antes de morir, y narrada por él mismo a los monjes de su convento, había sido redactada anteriormente en prosa por el abad Haitón. Walafrido, de poco más de dieciocho años, a instancias del presbítero Adalgiso, versificó en hexámetros, como ejercicio literario, la descolorida prosa, incorporando a ella variantes y adiciones. Tras la dedicatoria al maestro Grimaldo y los primeros 172 versos, en los que después de invocar la ayuda de Cristo se narra la historia de los abades de Reichenau, comienza el relato de la visión. A Wettino, enfermo, se le aparece el espíritu del mal bajo el aspecto de un «clericus», y tras él multitud de demonios en actitud amenazadora.
Pero la misericordia de Dios hace surgir nobles figuras de monjes, uno de los cuales aleja a los diablos. Por último un ángel consuela a Wettino. El enfermo se despierta, explica a sus compañeros el sueño que ha tenido, les ruega que intercedan por él y que le lean un pasaje de los Diálogos (v.) de San Gregorio Magno. Solo de nuevo, el monje vuelve a ser asaltado por sus visiones, que en este punto adquieren especial importancia. El ángel se le aparece otra vez: le conduce por un camino maravilloso donde hay altísimas montañas de una formidable belleza marmórea. Las circunda un río de fuego donde están hundidos una gran multitud de condenados sometidos a las penas más diversas y que en su mayoría son sacerdotes de todas categorías castigados junto con las mujeres causantes de su pecado.
Wettino reconoce a muchos de ellos. Prosigue el viaje por ultratumba. Visto el infierno, aparece el purgatorio, representado por un castillo de madera negro, de donde sale una gran humareda: es la morada de muchos monjes, para la expiación de sus pecados. Wettino se encuentra más tarde frente a un alto monte en cuya cima hay — le explica el ángel — un abad (Waldo de Reichenau, según dice un acróstico) azotado por el viento y la lluvia, en espera de poder ascender al cielo. También hay allí un obispo (Adalelmo), por no haber dado crédito a una aparición, calificándola de locura. Entre los demás condenados está también, para asombro de Wettino, como lujurioso, un príncipe que había empuñado justamente el cetro del Sacro Imperio Romano Germánico: Carlomagno (lo revela un nuevo acróstico); a pesar de ser horriblemente castigado por su incontinencia, el guía asegura que está predestinado a la vida de los elegidos.
Ven después magníficos objetos: vasos de plata, trajes, caballos, es decir todos los medios de que se sirven los espíritus malignos para seducir a los funcionarios imperiales e impelirlos hacia el mal; aquí los expone el demonio y los pecadores los encuentran ante sí a su llegada al purgatorio. Prosiguiendo el viaje llegan finalmente al reino de los elegidos: un palacio bellísimo con arcadas de oro y plata ante el esplendor y triunfo de la gloria. Aquí el ángel anuncia a Wettino que vendrá un día en que tendrá que dejar la vida mortal, y le exhorta a que se preocupe de obtener la misericordia de Dios. Para ello se dirigen a los sacerdotes, para que intercedan junto al trono del Señor, y después a los mártires; pero solamente ante las plegarias de las vírgenes se muestra benévola la majestad del Altísimo.
Tras un elogio a la virginidad por parte del poeta, el ángel explica a Wettino en cuánta bajeza de vicios ha caído la humanidad y ha ido alejándose de su Creador, y cómo ninguna otra clase de pecados ofende tanto a Dios como los contra natura; el guía entonces prorrumpe en una terrible invectiva contra los peores enemigos de la virginidad, e invita al monje a revelarlo todo según la voluntad del Señor. Finalmente, el ángel, que fue en su tiempo custodio de Sansón y ahora lo es de Wettino, vitupera ásperamente la corrupción de los frailes y de las religiosas, muy ajenos a la pobreza de espíritu y al afán por el reino de los cielos, terminando su discurso con un elogio de Geraldo, bienhechor del convento de Reichenau, padre de Hildegarda, esposa de Carlomagno. En este punto termina la visión. Los últimos versos (827-945) narran el despertar de Wettino, el relato que él hace a los monjes y su muerte.
Esta obra de Walafrido goza de singular importancia en la historia de las visiones de ultratumba, por ser la primera que expone en verso tal género literario, comenzado en forma típicamente medieval por la prosa descarnada y casi apocalíptica de Gregorio el Magno. Hay en su forma un especial influjo de Virgilio, Ovidio y Prudencio. En lo que respecta al contenido, el elevado grado de cultura hace que el autor, aun manteniéndose fiel a los conceptos de la ideología de las Sagradas Escrituras (Apocalipsis), seguidos a veces en la cruda descripción de Haitón, ilumine su modelo con detalles derivados del libro VI de la Eneida (v.). La visión de Wettino ofrece además otros elementos históricos interesantes para la elaboración de tales composiciones durante el Medioevo, hasta el inmortal poema dantesco.
Notemos que, a diferencia de las precedentes obras, en ésta la distinción de los tres reinos es clara, y es posible hallar en determinados tormentos una pena relacionada con la culpa. En el purgatorio se señala a un monje encerrada en una arca de plomo porque durante su vida ávido de dinero, había tenido un gran cofre de encina para sus ilícitas y excesivas ganancias; de la misma manera el lujurioso Carlomagno es castigado también con su propio pecado: un animal le roe los órganos genitales. Estas alusiones, francas o veladas, a personajes poderosos que existieron realmente, y las ásperas y libres invectivas del ángel o del poeta contra monjes y religiosas, sacerdotes y funcionarios, son las que dan a esta composición escolástica su tono de firme y airada vivacidad.
G. Billanovich