La Tragedia del Hombre, Imre Madách

[Az ember tragédiája]. Drama en verso del hún­garo Imre Madách (1823-1864), publicado en 1861, adaptado a la escena por vez primera por Ede Paulay, en 1883, y desde entonces representado más de seiscientas veces. Traducido al alemán, tuvo gran éxito en Viena, Hamburgo y Berlín.

Fue traducido también al italiano, inglés, francés, etc. El protago­nista de la tragedia es Adán, personificación del hombre idealista, que Lucifer conduce, en sueños, a través de todas las épocas de la historia para llevarle a la desesperación y al suicidio con la visión del contraste entre ideal y realidad. Adán vive en las diversas épocas, desempeña un importante papel en cada una de ellas y en todas está destinado trágicamente a caer. La acción empieza en el Cielo: los ángeles cantan las alabanzas del Creador y de la obra de crea­ción terminada. Solamente Lucifer encuen­tra motivos de disconformidad y pide dos árboles, para destruir con ellos el mundo creado. En el Paraíso terrenal Lucifer, tras persuadir a la primera pareja humana a comer del fruto prohibido, adormece a Adán y se va con él hacia el futuro. Adán, en la persona de un Faraón, descubre a Eva en una esclava y la lleva consigo.

Sola­mente entonces oye los gritos de dolor de los esclavos; rechaza la idea de la inmorta­lidad adquirida a tal precio y liberta a su pueblo. El cuadro siguiente nos muestra la patria de la libertad y, al mismo tiempo, de la demagogia, Atenas. Adán, en la per­sona de Milcíades, cae víctima de la plebe incitada por los demagogos y se desengaña de la libertad. La escena es luego trasla­dada a la Roma imperial y decadente, donde las energías se agotan en locas orgías; el Cristianismo podrá traer nuevas fuerzas y nuevos ideales a una sociedad condenada a la destrucción. El cuadro siguiente repre­senta la Bizancio de muchos siglos más tarde; Adán-Tancredo está desanimado por los excesos del fanatismo y del espíritu monástico; combate por la Cruz, y sus sol­dados por el botín; los cristianos se mandan unos a otros a la hoguera acusándose recí­procamente de herejes. Tancredo se queda solo, ya que su amada se encierra en un convento.

Entonces Adán trata de refugiarse en la ciencia, y le encontramos en la per­sona de Kleper en la corte del emperador Rodolfo II, en Praga. Mas se ve obligado, por las supersticiones de la corte y por amor a su mujer, a cambiar por dinero su ciencia y, contra sus convicciones, hacer horóscopos. Aquí un sueño se inserta en el sueño: Kepler sueña con la victoria de la razón, la revolución francesa. Él es Danton y arenga a la multitud. Encuentra a Eva en dos personajes: primero en una dama de la aristocracia, que en vano trata de salvar del furor del pueblo; más tarde, en una mujer embriagada del olor de la sangre, cuya ferocidad le espanta. También aquí su caída es inevitable: acusado de traición, debe morir. Kleper se despierta de su sueño desilusionado y desanimado. En el cuadro que sigue estamos en el Londres del siglo XIX. Capital y trabajo empiezan a combatirse; el dinero domina.

Eva es una muchacha de la burguesía que no le hace caso hasta que él llega a ser un rico comerciante. El final de la escena es una \magnifica danza macabra: todo el pueblo del mercado se arroja a una fosa, y sola- . mente Eva, el eterno ideal femenino, se alza por encima de todos. Pasamos luego al fu­turo. La humanidad se agolpa en los falansterios idealizados por Fourier. Aquí cesa toda libertad individual, y cada uno ha de llevar a cabo un trabajo igual en interés de la comunidad. Es el mundo de la gente mediocre, la prisión de las grandes indivi­dualidades. También las energías terrenales van disminuyendo, y la ciencia trata de rehacerlas artificialmente. Adán intenta sa­lir de esta esclavitud abandonando la Tierra. Pero ha de regresar de su vuelo y cae en la región más árida; la Tierra se ha vuelto fría, y sólo alrededor del ecuador siguen viviendo unos hombres reducidos al estado animal, al igual que los esquimales, y su Eva ideal, relajada al nivel de una sucia esquimal, le ofrece el ritual abrazo.

Con un grito de horror Adán se aparta de su sueño diabólico y se encuentra de nuevo en el umbral del perdido Paraíso, sin ya esperanzas en\la vida; el plan de Lucifer está a punto de triunfar, cuando Eva con­fiesa a Adán qué va a ser madre. Su muerte será, pues, inútil, ya que la suerte de la humanidad está decidida. Entonces se arro­dilla delante del Señor, que le consuela con estas palabras: «Lucha y ten fe». Ha habido quien ha llamado esta obra el Fausto (v.) húngaro, en parte por tener ciertas remi­niscencias faustianas, en parte porque se considera al Fausto cornos» la cumbre de la poesía filosófica. A pesar de su indudable pesimismo, hay en el fondo de la tragedia una fe que se revela en la misma desespe­rada obstinación del protagonista en la búsqueda de un absoluto. Y la exhortación divina con que concluye no contradice el sombrío cuadro de los hechos, porque ya la, presencia de Adán y la continua lucha de una individualidad que trata de levantarse por encima de la multitud de los mediocres había señalado una secreta razón de ser que no es muerte sino existencia en acto, no anulación sino necesidad de querer.

Pero la obra no es tan sólo un poema filo­sófico; también es una obra maestra de arte. Su estructura, lógica y sólida, nos recuerda una catedral que, aunque inmensa y compleja, revela un plan seguro en el conjunto y en los detalles. La fuerte indi­vidualidad de Adán domina toda la obra; los cuadros históricos, elegidos con el genio de un gran filósofo de la historia, tienen su lógica; desilusionado por un ideal, Adán se dirige hacia el ideal opuesto. La den­sidad de la atmósfera sentimental, garanti­zada también por el amor inagotable de Adán por Eva, la frecuencia de los bellos símbolos y la magistral elocución, hacen de esta tragedia una de las cumbres de la literatura del siglo XIX.

M. Benedek