La Rueca de Onfalia, Camille Saint-Saens

[Le rouet d’Omphale]. Poema sinfónico, op. 51, de Camille Saint-Saens (1835-1921), compuesto en 1871 y ejecutado por primera vez en París en 1872. Una nota del autor, que pre­cede a la partitura, advierte: «El argumento de este poema sinfónico es la seducción femenina, la lucha triunfante de la debili­dad contra la fuerza. La rueca no es más que un pretexto, escogido sólo desde el punto de vista del ritmo y de la marcha general de la obra».

Un «andantino» inicial evoca el movimiento de la rueca, igual y uniforme, que, más o menos rápido y con pocas variantes, ordenará el movimiento general del conjunto. Un primer tema, li­gero y danzante, voluptuoso, parece presentarnos la figura de la maga: este tema de vago color instrumental, dominará casi todo el primer tercio del poema; presentado sucesivamente por instrumentos diversos, dispuesto en «imitaciones», variado en mo­dos lánguidos o ardientes, después de haber dominado esta primera parte acabará por eclipsarse bajo el movimiento inicial de la devanadera. Entonces un segundo tema grávido y compacto (fagots, trombones, violon­celos y contrabajos) surge de los registros graves de la orquesta para representar al hombre: un tema macizo que se lanza como deseoso de liberarse volando, pero al que una especie de fatalidad inexorable vuelve al punto de partida. Cada vez más excitado por el zumbido persistente y monótono de la rueca, el tema insiste pasando de un instrumento a otro, hasta que después de haber sido gritado por todos los arcos (y parece propiamente el grito de la carne hu­millada) se repliega sobre sí mismo como una especie de mugido. Un silencio. Des­pués el tema de la maga reaparece en el oboe, acentuado por el triángulo, y sobre el fondo persistente de la rueca (que pa­rece una risa irónica), se vuelve a presen­tar en todas sus formas más lánguidas y voluptuosas, seguro de su triunfo.

El tema del hombre, en efecto, reaparecerá, frag­mentariamente todavía otra vez, sombrío y como resignado. Uno a uno van callándose los instrumentos; queda sólo el zumbido ob­sesionante de la rueca, y también éste se desvanece en la atmósfera irreal que ella mismo ha creado.

D. Paoli