Poema epicolírico del gran poeta neogriego Costis Palamás (1859-1943), publicado en 1910. Idealmente se halla vinculado al Dodecálogo del gitano (v.) y a un sinfín de cantos inspirados por el emocionado amor a la patria. Mientras todo parece muerto en la gran patria, los hogares apagados, extinguida la llama del trabajo y del arte, helado el corazón del hombre, mientras en la tierra, augusta por los recuerdos de una gloria que no ha tenido igual, se va derramando la desolación de la inercia, de la servidumbre, de la mentira, el poeta se confía al canto épico («Arriba, canto de héroes»), lo identifica con el fuego que se renueva, vigilante entre las cenizas;- en el nuevo florecimiento del pueblo, el sueño y la realidad llegarán a ser hermanos gracias a la llama que surge. La entusiasta adivinación se apoya en la segura fe en un futuro mejor («sé que llegará»). El himno heroico, rico y fantástico, es en sus doce cantos («Logoi») una exaltación del emperador Basilio II el Bulgaróctono, cuya figura legendaria está presente y viva en la fantasía popular, y no sólo en la historia. El imaginado descubrimiento del esqueleto real, que lleva en la boca una flauta mágica, y la disolución del esqueleto en ceniza, al tocarlo, son el marco en que se despliega el canto misterioso de la flauta, identificado con el mismo canto del poeta.
La épica evocación se ilumina de episodios, se ensancha con efusiones descriptivas: reminiscencias de sombras de emperadores, de reinas, de dignatarios, de desterrados, de rebeldes, catástrofes militares y matanza de los búlgaros, representación, rebosante de colores, de los ejércitos cristianos, para los que la fe común es la preciosa unidad de lo múltiple, exaltación de la tierra helénica, recorrida en un itinerario ideal desde el monte Helicón hasta Atenas, motivos religiosos del extinto paganismo y de las creencias ortodoxas, ejemplares divinizaciones del antiguo y del nuevo helenismo en los monumentos del arte (Partenón) y de las nuevas fuerzas heroicas que emanan de la fe, no sin nostalgias del pasado, melancolías del futuro, elementos míticos y maravillosos aflorando en todas partes. Palamás no evita aquí, como en otras partes, redundancias, exuberancias, superestructuras intelectuales, alegorías y simbolismos; pero, donde es poeta, alcanza las cumbres más altas más allá del complejo de las antítesis historico- filosóficas y, en general, de todo motivo conceptista; su sano y característico «temblor», la plenitud de su vena se sentirán latir tanto allí, donde Atenas, reposando en la luz, evocada en las maravillas del arte y de la naturaleza, emana invitaciones a la vida, resplandor de belleza, como, por ejemplo, allí donde Palas Atenea, lejos de su templo inmortal, expulsada por la Virgen inerme, se ampara en el corazón de tardíos fieles, dispuesta a aparecer claramente en un mundo deseoso de su belleza y su sabiduría. Hubo quien hizo ciertas comparaciones y derivaciones entre la Flauta del Rey y los Himnos homéricos (v.), o la Leyenda de los siglos (v.) de Víctor Hugo.
Sin embargo, la sensibilidad de Pala- más hacia la naturaleza y el arte de Grecia nos hace pensar más bien en los ideales del clasicismo de Winckelmann, y nos recuerda incluso la Plegaria sobre la Acrópolis (v.) de Renán y el sinfín de idolatrías internacionales de una vida helénica «toda ella flores», de cultos «todos de alegría», formidables espejismos, y a menudo fuentes de una retórica sosa y fastidiosa. También se podrían buscar puntos de contacto con D’Annunzio. Junto con la Flauta del Rey, Palamás publicó una Trilogía heroica, fruto de análogas emociones ideales. En ella es de notar una intensa evocación de la tragedia de Esquilo, cuya voz vuelve a sonar en los teatros de Grecia (1903, representación de la Orestíada); de una Grecia vista, en el deseo, nuevamente reina del arte y de la vida.
F. M. Pontani