La Flauta Mágica, Wolfgang Amadeus Mozart

[Die Zauberfióte]. Ópera en dos actos de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), sobre un libreto de Emmanuel Schikaneder, estrenada en Viena el 30 de septiembre de 1791. Última obra teatral de Mozart, no fué escrita para el teatro de Corte, sino para un pequeño teatro popular de los arrabales de Viena, dirigido por el autor y actor Schikaneder. Estaba en pleno apogeo el género del «Zauberstück» (comedia sobrenatural), no sin analogía con el teatro de cuento de hadas que Cario Gozzi había intentado, en Venecia, oponer a la comedia goldoniana, y los dos autores se identificaron con él dócil­mente, tomando como punto de partida el Dschinnistan, colección de leyendas orienta­les publicadas por Wieland en 1786. Y ade­más, puesto que los dos eran masones, lle­naron la ópera de segundas intenciones vagamente humanitarias y de símbolos pseudofilosóficos, según el modelo de una novela de tipo oriental llamada Sethos (1731) del abate francés Jean Terrasson, que era considerado como una especie de libro sagrado por la masonería del siglo XVIII. Ésta presentaba extraños caracteres de misticismo irracional, era como la fuga al reino del misterio de una edad dema­siado ávida de razón, presagio de roman­ticismo, entonces en modo alguno irrecon­ciliable con el catolicismo. En una región montuosa, el príncipe japonés Tamino, asal­tado por una monstruosa serpiente, se des­maya y es socorrido por tres hermosas mu­chachas que han salido de un templo; éstas cortan la serpiente en tres trozos simbó­licos, se enternecen con la belleza del joven y ninguna quiere abandonarle para referir a la reina el hecho, hasta que, finalmente, van las tres.

Hace su aparición el vendedor de pájaros Papageno, singular variación fantástica de la acostumbrada figura có­mica de criado astuto y cobarde (era inter­pretada por el mismo Schikaneder, lo que explica la importancia de este papel), quien da a entender a Tamino, que ha vuelto en sí, que ha sido él quien le ha salvado, pero mientras tanto vuelven las tres jóve­nes con la Reina de la Noche y en castigo le cierran la boca con un candado. La Reina de la Noche muestra a Tamino un encantador retrato de su hija Pamina, pri­sionera del malvado mago Sarastro, y Ta­mino, ya inflamado de amor por la mucha­cha, promete salvarla. Papageno, perdonado y libertado de sus cuitas, va a acompañarle como escudero; a Tamino le regalan una flauta mágica y a Papageno una campanita que, tocadas en el momento del peligro, les sacarán de apuros. A pesar de que los primeros contactos con el reino de Saras­tro se presentan amenazadores a causa del horrible y ferocísimo negro Monostato (guardián de la pobre Pamina), Tamino y Papageno, sorprendidos cuando ya se pre­paraban a huir con la recobrada Pamina, encuentran en Sarastro, no ya a un per­verso tirano, sino a una especie de gran sacerdote de la sabiduría, que entre templos y coros sagrados, ceremonias misterio­sas y simbólicas, alocuciones moralizadoras, y parrafadas humanitarias, revela a Tamino que la Reina de la Noche es la potencia del Mal y le promete a Pamina como es­posa si supera, juntamente con Papageno, las tres pruebas rituales de la iniciación. Éstas son llevadas a cabo victoriosamente, a pesar de la intervención de tres espíritus mandados por la Reina de la Noche.

Papageno, que en sus batallas con el terrible Monostato, no menos miedoso que él, ha proporcionado una gran cantidad de situa­ciones cómicas y bufonerías, tiene el con­suelo de ver transformarse su Papagena — una horrible vieja que le perseguía con sus efusiones amorosas — en una muchacha deliciosa. Tamino, a pesar de una última tentativa de la Reina de la Noche y de sus compañeras, se casa con Pamina, con la solemne bendición de Sarastro, entre so­lemnes ceremonias y coros viriles de los iniciados, en loor de la luz que aleja las tinieblas de la ignorancia y del terror. To­mar en serio tantos conceptos abstrusos y querer buscar en la música de Mozart re­cónditos presagios de elevados misterios y de metafísicas alturas, es querer engañarse a toda costa. Bastaría la abundancia de cha­bacanas bufonerías de que están compuestos los papeles de Papageno, Papagena y Mo­nostato para privar de toda seriedad al con­junto: la mezcolanza de lo cómico y lo serio no consigue, como en la pareja Don Juan-Leporello (v. Don Juan), dar una imagen shakespeariana de la realidad; pero los dos mundos — el de los criados zafios y viles, y el de los héroes — se acompañan sin fundirse. La disposición de Mozart ha­cia el libreto fue seria: era masón y no hay motivo para que estas patrañas, que entonces eran tomadas en serio por perso­nas influyentes, no tuviesen que influir en él. Sobre un libreto tan desordenado, pro­dujo una música de una fluidez maravillosa, de una sorprendente docilidad y pureza expresiva, de una insólita complejidad téc­nica, particularmente en el contrapunto, ali­mentada por su reciente veneración hacia Bach. Pero el drama no existe: Tamino y Pamina son sombras evanescentes. Sarastro un monigote más bien ridículo, y esto, ade­más, porque amoldándose a la costumbre del teatro popular («Singspiel»), la Flauta mágica no contiene recitativos y no está totalmente musicada: las escenas más ricas en acción, las que determinan la trama, son representadas en prosa, como en la moder­na revista.

Así, la música es alejada del corazón del drama y reducida a una función de comentario póstumo: la simultaneidad de los dos elementos — dramático y musi­cal— se echa de menos. Y además, la co­herencia del drama había sido perjudicada de antemano por un brusco cambio de in­tención que la composición había tenido que sufrir a causa de la aparición y el éxito de una ópera de argumento análogo (Raspar, oder die Zauberzither) del napolitano Marinelli. Sarastro tenía que ser originaria­mente el mago malo; y la Reina de la No­che con sus tres acompañantes, heroínas puras y desventuradas. El caso es que pa­rece difícil negar que existe, entre los dos grupos de personajes, una brusca substitu­ción de valores, llamémosles morales, des­pués de las primeras escenas. Queda la parte cómica centrada sobre todo en Papageno, a causa de la cual podría arriesgarse la definición de «ópera dialectal»; induda­blemente viva y siempre vigorosa, a pesar de que siempre resulta difícil acercarse a estas formas de arte popular muy vincula­das a complejos de costumbres y de cir­cunstancias locales y de una época (piénsese siempre, como término de comparación, en las posibilidades de la revista actual). Además, su comicidad es una bufonada gruesa y subida de color confiada espe­cialmente al recitado y de un sabor típica­mente aristofanesco que se perpetuó en la comedia vienesa a través de Raimund y Nestroy. De manera que es posible descu­brir una sutil divergencia entre la desen­frenada embriaguez cómica de la escena y el delicado humorismo de la música mozartiana, que había encontrado expresión per­fecta en las Bodas de Fígaro. M. Mila

En verdad el genio ha dado un paso de gigante, casi demasiado grande. Ya que, creando la ópera alemana, presentó al mis­mo tiempo su -forma más completa, de ma­nera que no solamente no pudiese ser igua­lada jamás, sino que en este género no se pudiese ya progresar (Wagner)

La sublime pureza de la Flauta se re­monta a alturas donde a duras penas se elevan los místicos ardores de los caba­lleros del Graal. Aquí todo es luz. Nada más que luz (Rolland)