La Feliz Ribera, Angelo Conti

[La beata riva]. Con este título, Angelo Conti (1860-1930) escri­bió, en 1900, la proclama del estetismo ita­liano. El arte está en ella considerado como «la ribera a lo largo de la cual discurre el río del olvido»; muy lejos de proponerse un intento práctico, la proclama represen­taba la muerte del poeta para sí mismo, sig­nificaba un admirable olvido de las leyes del conocimiento común, para aprehender una realidad más profunda que se llama «idea». Pero esta idea, sólo es revelada al ojo inocente, por medio de una palabra o una fuerza instintiva que nada debe a la cultura y que, por consiguiente, vale tanto más, cuanto más el hombre consigue mantenerse en las condiciones de pura sensi­bilidad (la que explícitamente está inter­pretada como pura animalidad). Sólo gra­cias a esa «vuelta a la naturaleza» el alma, liberada de la racionalidad, puede alcanzar el momento sintético del ser, y ver y crear obras perfectas. Tal proceso, que inicial­mente concuerda con la concepción mate­rialista, se eleva arbitrariamente hasta otro plano de espiritualismo extremo, fuera de las leyes naturales de la estética del Re­nacimiento, en el que algunas veces se ins­pira Conti: el alma del poeta debe de hallarse en las condiciones del que adora; su voz ha de tener el aliento y el acento de la plegaria.

El misticismo contiano, sin em­bargo, en lugar de presentarse como una serena ebriedad en la que todas las facul­tades del hombre vibran armoniosamente, está como sombreado de un dolor vago y sin motivo; a esta cualidad se debe preci­samente su nobleza y su novedad histórica, tan diferente de la del «Cinquecento» como de la d’annunziana. La obra de arte queda, en cierto modo, ligada a la naturaleza ma­terial llevando adelante, hacia una forma más esencial y perfecta, un conato de per­fección latente, pero que ya existe en la naturaleza: como por una especie de supe­ración mística — que también está en rela­ción con las teorías darwinistas — desde las formas inferiores e impuras, a formas más altas, hasta llegar a la definitiva, que da el arte. En este libro se traza también el nuevo cometido de la crítica, la cual debe reducirse humildemente a «una plegaria que el hombre dirige al arte», expresada con imágenes que propaguen, sin alterarlo, el ritmo de la obra de arte en el ánimo del lector.

G. Marzot