La Destrucción de Constantinopla, Gabriel Lobo Lasso de la Vega

Obra de Gabriel Lobo Lasso de la Vega (1559). Nació en Madrid, perteneciendo al noble linaje de los Puertollano, fue de la guardia de los «Continuos» de Felipe II y su sucesor.

En la primera parte del Romance­ro y tragedias (Alcalá, 1587) se encuentra — además de la Honra de Dido, tragedia, y «romances» — La destrucción de Constantinopla, cuyo argumento el propio autor declara al principio de su tragedia: «Ninguna ciudad hubo en el mundo de mayor suntuo­sidad y riqueza, dando a Roma su primer lugar, como le tenía, que la de Constantinopla celebrada y estimada por todos los au­tores griegos y latinos, como imperial cabe­za y poderosa madre que fue de la Grecia, de cuyos sucesos prósperos y adversos no haré mención, pues hay tantos y tan graves autores que tomaron esto a su cargo con tanto cuidado. Digo, pues, según los mejores y más graves, que esta ciudad fundaron los lacedemonios, y Pausanias fue su rey en nuestra Europa en la provincia fértil de la Tracia, asentáronla en la costa del mar en un estrecho que divide la Asia de la Eu­ropa, en la boca del Ponto y mar Euxino, llamóse antiguamente Bizancio, según Bolaterano y otros autores, tomando el nom­bre de Vizes, capitán de los megarenses, de quien quieren decir fue fundada, con­tra la opinión más común arriba dicha, la cual es la verdadera.

Creció tanto esta ciu­dad en edificios ricos y grandeza que Filipo, rey de Macedonia, aficionado de su hermo­sura y riquezas, la cercó con ejército copio­so, cuya fortaleza y valerosos defensores hi­cieron vana su pretensión. Codiciáronla y batiéronla otros muchos príncipes, de adon­de sacaron todos el fruto que Filipo, hasta que el emperador Severo, visto que Piscinino tirano su enemigo se había apoderado de ella y sustentaba su parcialidad de la gente que la defendía, la hizo sitio ha­ciendo por hambre lo que no pudieron ni hicieron las segures y copia de legiones ro­manas. Al fin la entró y asoló por el pie, poniendo tierra e igualando con el humil­de suelo sus fuertes murallas y soberbios edificios. Sucedió no mucho tiempo después en el imperio romano Constantino, que lla­maron el magno, hijo de Elena, la que ha­lló el madero de la cruz de Cristo, el cual habiendo determinado de pasar al Oriente en la Asia, o sus confines el asiento y cor­te de su imperio, habiendo buscado muchos lugares para le poner, y estando midiendo con unas cuerdas uno que le pareció dis­puesto para ello, un águila bajó del aire que iba cortando con veloz vuelo, y tomó en las uñas las cuerdas con que le nivela­ban, y las llevó y dejó caer en los olvida­dos y batidos cimientos de la gran Constantinopla, de cuya pasada suntuosidad y grandeza daban testimonio las fornidas re­liquias de su dilatado asiento; reedificóla Constantino con tanta ventaja de lo que antes era, y con edificios tales, que compi­tió e igualó con Roma, y así la mandó lla­mar y se llamó algún tiempo la nueva Ro­ma.

Trajo a ella la silla imperial, y los cónsules y senadores romanos con toda su corte. Mas como sea propiedad de fortuna muchas veces levantar segunda vez a los que primero ha puesto en alto lugar y derríbalos de él para que con mayor caída sientan su rigor, vino, después de haberse visto señora del mundo esta ciudad, en la cual habiendo muerto Constantino estu­vieron todos los emperadores romanos que le sucedieron con sus cortes, a poseerla, pa­sados mil ciento y noventa años que la te­nían y era de cristianos, otro Constantino, hijo también de madre llamada Elena, como el Magno que la edificó. Habiendo en este tiempo la gente de ella, con su fertilidad y riqueza, dádose al ocio, origen de todo vicio, se olvidó del útil y loable ejercicio militar, poniendo asimismo algunas dudas en cosas de la fe, cierto camino de su per­dición. Diéronse también a carnalidades y otros pecados graves. Mahometo Solimán, rey de los turcos y señor de diversas y grandes provincias, vino sobre ella en esta coyuntura para verdugo de sus pecados, de cuya pena no nos alcanza pequeña parte, y asaltándola después de haberla sitiado por mar y tierra, con copioso ejército y gruesa armada de galeras y navíos la com­batió por todas partes y después de haberla defendido los griegos valerosamente ayu­dados y persuadidos con muchas exhortaciones de su capitán Justino, de nación genovesa, y habiendo habido entre ellos du­ras escaramuzas y sanguinosos encuentros, mas por permisión divina, según parece para castigo de sus yerros y obtenida per­severancia, que por falta de fuerzas, la en­traron los turcos habiendo hecho la armada naval mucho estrago en los puertos y mu­ros y por tierra habiéndola dado asperísi­mos asaltos, pasando a cuchillo sin aceptar persona a todos sus moradores, en quien ejecutaron, con su acostumbrada fiereza, cruelísimas y nunca vistas maneras de muertes; trayendo a la memoria de la ya vencida gente la que Cristo por ellos pasó en la cruz, con ignominiosa imitación de su Pasión.

Hizo tras todo esto Mahometo, habiéndole por extremo contentado la for­taleza y asiento de aquella ciudad, y su circuito y fertilidad, venir su corte a ella, donde ha estado y está hoy día, con el po­der que se sabe, desde veinte y nueve días del mes de mayo, de mil y cuatrocientos y cincuenta y tres, habiendo estado sobre ella cincuenta días pocos más». Después de este prólogo-explicación de su tragedia, el autor escribe un «Introito» en verso, chis­peante, para justificar (con un cuento acer­ca de un convite a un vizcaíno, a base de «pavo», que desconocía aún aquél) su obra que trata de brindar al lector — el invitado— sabrosos bocados de un ave — el pa­vo — que ha aderezado con esmero para complacer el paladar del que bien lea.

C. Conde