La Decadencia de Occidente, Oswald Spengler

[Der Untergang des Abendlandes]. Esta obra de Oswald Spengler (1880-1936), que fue concebida durante la crisis política de Agadir, fue publicada en 1916, tuvo poca difusión al principio y no alcanzó éxito hasta 1918, paralelamente a la derrota ale­mana. Era consolador hacer coincidir, con tendencia apocalíptica, la desventura evi­dente de la propia nación con la desven­tura probable de Europa entera. Pero considerándolo bien, el título del libro era más pesimista que su contenido. Puesto que Spengler hace la diferenciación entre cul­tura, considerando como a tal la manifes­tación espontánea del alma, y civilización, que es tan sólo una técnica racional y me­cánica. Ahora bien, su hipótesis, expuesta con el tono de la convicción más absoluta, consistía en asegurar que Europa había ter­minado la época de su cultura y que no le quedaba otra cosa que esperar de sí misma más que un progreso en civilización, cosa que, a pesar de todo, representa un nuevo principio y no corresponde en absoluto a una decadencia ni a una pérdida de po­tencia vital.

Spengler exige que se tenga el valor de soportar la visión (que en el fondo le fascina y le entusiasma) de un porvenir construido con cemento armado (al igual que su estilo), por ingenieros in­capaces ya de crear dioses, pinturas, trage­dias o comedias, pero en su radio de acción aún capaces de una audacia soberbia. De­signa este valor con una denominación pre­dilecta de Nietzsche: el «amor fati». El genio de Spengler consiste en la descripción de las diferentes culturas, sobre todo de las antiguas que él llama «apolíneas», y de la europea que considera (acentuando la in­fluencia germánica) como un «faustismo». Tan pronto ha fijado el carácter del germen y la entidad de una cultura, lo hace surgir, con las preferencias de un verdadero ro­mántico, en tiempos primitivos y en medio de un paisaje nuevo, palpitante, con todos los sortilegios de la primavera. Luego pin­ta, con destreza de prestidigitador, las metamorfosis en arte, en política, en las ciencias. Puesto que para él — y por este as­pecto se pone entre los relativistas — no hay verdad absoluta; toda cultura crea la pro­pia, los apolíneos la tienen en sus matemá­ticas, y los fáusticos tienen también la suya propia; y una no es, en modo alguno, con­tinuación de la otra, y cada vez empieza una nueva eclosión. En general el punto débil de su filosofía de la historia es pre­tender que todas las culturas, cuya múlti­ple variedad inicial ve claramente, tienen una forma de desarrollarse absolutamente idéntica.

Spengler nos presenta unos cua­dros según los cuales, en un momento dado, nacen los dioses de todas las culturas, en otro las grandes ciudades, en otro el socia­lismo, en otro los Césares. Todo está ya re­gulado desde un principio; la historia se convierte en un inmenso cuartel. No hay sentido alguno del azar ni de los valores confluentes en la vida y de sus combinacio­nes. Pero es imposible negar que tuvo el don de profetizar los acontecimientos del porvenir inmediato: en 1916 predijo las formaciones armadas propias de un partido, la preponderancia de las masas, la crisis del sistema parlamentario en la sociedad moderna y la inminencia de las figuras cesá­reas. Fue, pues, un precursor de los nue­vos regímenes políticos. Como siempre, es muy difícil saber en qué medida, con su vi­sión, pudo influir en la formación de la nueva alemania, para la cual intuyó clara­mente que la república sería solamente una forma transitoria. [Trad. de Manuel García Morente (Madrid, 1923-1926)].

F. Lion