La Consolación, Marco Tulio Cicerón

[Consolatio]. La muerte de su hija Tulia, acaecida en el año 49, había sumido a Marco Tulio Cicerón (106-43 a. de C.) en un dolor pro­fundo; para librarse de él y mitigarlo, es­cribió este tratado, llegado hasta nosotros en estado muy fragmentario, en el que se analizan los beneficios y consuelos que la filosofía procura a las humanas desventuras, siempre que descanse sobre la idea de la inmortalidad del alma. Derivada de un es­crito del académico Crantor sobre el dolor, la obra, aun siendo tan fragmentaria, re­vela un trágico sentido de la vida y una triste reflexión sobre la muerte. En ella se demostraba que el «animus», principio de la voluntad y de la mente, y no el «ani­ma», principio vital de todos los seres, tiene orígenes más que terrenos; no es una mez­cla, o sea no es un compuesto, ni de agua ni de aire ni de fuego, ya que nada hay en estos elementos que pueda tener fuerza de memoria, de inteligencia, de pensamiento, de juicio sobre el pasado, de previsión para el futuro y de consideración sobre el pre­sente.

Estas cualidades, verdaderamente di­vinas, no les pueden venir a los hombres sino de Dios, y nada tienen de común con las naturalezas terrenas. De cualquier gé­nero que sean, sensación, pensamiento, vida, vitalidad, manifiestan el carácter celestial, divino, y por tanto inmortal del ánimo. Si Dios mismo no puede concebirse sino como pura inteligencia, abstracta y libre, que trasciende la materia terrena y corruptible, omnisciente, motor primero y sempiterno, la mente humana, que proviene de Dios, es de la misma naturaleza. En este su origen di­vino el ánimo del hombre encuentra su fun­damento de inmortalidad. Así, con los ojos vueltos hacia la patria celeste, el dolorido padre hallaba de nuevo, con la serenidad del alma, la comunión espiritual con la hija perdida.

F. Della Corte