Obra del escritor gallego Juan Rodríguez de la Cámara (vivía en 1440), conocido también por del Padrón, su lugar natal. La Cadira de Honor es la apología de la nobleza de la sangre. Trata de cuestiones de caballería: en la primera mitad se discurre sobre la virtud y nobleza, y en la segunda, sobre el blasón y armería, a modo del tratado De insignis et Armis de Bártulo, o del de análogo título de Valera. Escribióla el autor, «según lo que recogió en sus tiernos años por escriptura y alguna plática», para poner de acuerdo a seis mancebos, divididos en otras tantas opiniones. No podía faltar, dado el ingenio poético del autor, y las corrientes de la época, ni el elemento alegórico ni la poesía. Con gran severidad de principios limita a siete el número de los que legítimamente se sientan en aquella silla.
Dividiendo aquélla en teológica, moral, política y vulgar, y tratando de la segunda, que moral virtud, dice, debía mejor llamarse, combate con erudición suma a cuantos en la propia virtud y no en el linaje, colocan el fundamento de la nobleza, afirmando que virtud sola por -sí nunca es nobleza, aunque ésta alguna vez sea virtud: que cuando los nobles son justos, entonces son verdaderos nobles, y ocupan solos la Cadira del Honor, y que en el más bajo grado de la famosa escala por do a ella se va, están los nobles no virtuosos. Concuerda, por último, las opiniones de los seis mancebos, que acerca de la nobleza civil profesaban principios de Ovidio y de Aristóteles, Séneca, Boecio…, con afirmar que no eran contrarias, sino’ calidades diferentes de ella que concurren a formarla, definiéndola al cabo con gran acierto: «honorable beneficio, por mérito o graciosamente, de antiguos tiempos ávido del Príncipe, o por subcesión, que face a su posseedor del pueblo ser diferente». Tales son sus principales opiniones acerca de la nobleza. El comienzo de la obra es bello: «Juventud, de buenos deseos, benigna e amigable a los amigos, fiera, inconportable a los enemigos, valerosa en los fechos de virtud e cavallería…» Y siguen las páginas, con espíritu levantado y hermoso lenguaje digno del que tan bellas palabras supo decirle el amor.
C. Conde