La obra por la que Heródoto de Halicarnaso (aprox. 484-425 a. de C.) mereció el sobrenombre de padre de la Historia, no recibió de él ni el título ni la división; la actual, en nueve libros, cada uno de los cuales aparece bajo la denominación de una musa, procede de los eruditos alejandrinos.
Según dice el proemio, tiene como tema las luchas entre griegos y persas; pero la narración de tales luchas, aparte de ofrecer una brevísima alusión a los conflictos entre los pueblos de Asia y Europa en la era mitológica, va precedida de un amplísimo estudio de la historia persa, y Heródoto, tras haber narrado las guerras entre jonios y lidios (que son las primeras luchas mantenidas por los griegos y los bárbaros en época histórica), desde la derrota del rey Creso por parte de Ciro (546 a. de C.), aprovecha la coyuntura para contar cómo este último había sometido a medos y persas y cómo conquistó después el Asia anterior, Babilonia, etc. (Libro I). Luego de un vastísimo tratado sobre Egipto (Libro II), narra la sumisión de este país, llevada a cabo por Cambises, hijo de Ciro, así como la muerte de aquél y la sucesión de Darío, que reorganizó el imperio (Libro III) y llevó a cabo, más tarde, la gran expedición contra los escitas (cuyas costumbres se detiene a estudiar Heródoto), con lo que la orilla europea del Helesponto cae bajo la dominación persa (Libro IV). Después de haber narrado los progresos de los persas en la parte septentrional del mar Egeo y en Tracia, evoca la vida y costumbres de esta región y sigue el desarrollo de la rebelión de los jonios hasta la muerte de Aristágoras. Reclaman los jonios la ayuda de Esparta y Atenas, países cuyas vicisitudes históricas son estudiadas en relación con cuanto se había expuesto en los libros precedentes (Libro V).
En este momento, con la insurrección jónica (499-493 a. de C.) comienza el grandioso choque entre griegos y persas, que culmina en las batallas de Maratón (490 a. de C., Libro VI), de las Termopilas, de Salamina (480; Libros VII-VIII), de Platea y de Micala (479); la conquista ateniense de Sestos, en el Helesponto (478) representó el abandono, por parte de los persas, de sus ambiciones de dominio en Europa, y, por lo tanto, con ello termina la obra de Heródoto (Libro IX). El mismo programa narrativo, aparte de otros mucho indicios, muestra hasta qué punto había sido atormentada la génesis de la obra. En efecto, las características internas y externas de los estudios dedicados a los diversos pueblos que sucesivamente fueron sometidos por los persas, se explican con la premisa de que debieron originalmente coordinarse en una descripción etnográfica e histórica del imperio persa, y que no se convirtieron en el núcleo esencial de la obra hasta que, en el desarrollo de la narración, Heródoto se vio arrastrado por el apasionante interés que para él y para sus lectores tenía el conflicto asiático con Grecia. Una vez compuestos y, probablemente, publicados estos pasajes (Heródoto usa para designarlos el término Xóyoi; los cuales, de estructura semejante y conclusos en sí mismos, estaban destinados probablemente a las lecturas públicas), fueron incorporados en nuevo programa, con varios aditamentos: algunos fueron situados en el lugar por completo adecuado, según la crónica de la expansión persa (como el referente a los atenienses en Egipto, que tanto interés encerraba para él); otros, como el que se refiere a los lidios, fueron cambiados de sitio según las exigencias del nuevo tema; otros, finalmente — y así sabemos que sucedió con un \6yoc, sobre los asirios — fueron suprimidos.
Esta explicación de la génesis de la obra de Heródoto, da idea de su principal originalidad, ya que nos permite comprender cómo el autor fue pasando de la especulación teológica y de la curiosidad de los compiladores de noticias geográficas y etnográficas, a la investigación con la que Heródoto designa su obra) de los hechos humanos averiguables mediante una tradición digna de fe. Antes de él, los escritores en prosa, que fueron denominados logógrafos, se habían preocupado, ante todo, de investigar y sistematizar, siguiendo el ejemplo de la poesía épica, los míticos relatos de los orígenes divinos y humanos, en genealogías y crónicas, y en recoger noticias sobre los descubrimientos geográficos. Naturalmente, Heródoto se halla todavía muy cerca de los logógrafos, tanto por su estilo fácil y fluido de narrador, como por su lengua (escribe todavía en dialecto jónico), como también por su mentalidad. Si, en realidad, concede escasa importancia a la mitología, la concede muy grande, en cambio, a las noticias geográficas y etnográficas, sacando provecho de sus múltiples viajes (visitó con certeza Egipto, Cirenaica, Siria, Babilonia, Calcis, Peonía y Macedonia). Sobre todo, sus intereses en el terreno de la geografía y la etnografía se orientan hacia todo cuanto le resultaba extraño y maravilloso, y sus descripciones, en sustancia, son un índice de las curiosidades recogidas, directamente o de oídas, sobre pueblos y países.
Y como le atrae el detalle concreto y pintoresco, sin sutilizar demasiado sobre la importancia de los hechos referidos o sobre su credibilidad, su obra tiene a veces el encanto de una fábula. No por ello le falta el sentido crítico (se han hallado huellas, incluso, de la enseñanza sofística); pero sólo en raras ocasiones se permite dar su opinión, y prefiere que el lector juzgue por sí mismo. Comete también errores, y graves, por mera precipitación o por ignorancia; pero la„ tentativas repetidamente hechas para demostrar una mala fe, han fracasado. Incluso en la historia humana busca lo maravilloso: los grandes fenómenos políticos, sociales y económicos encierran para él escaso interés. Los acontecimientos registrados en un reino se diluyen frecuentemente en la biografía anecdótica del rey o de los principales personajes; las causas primeras de los grandes acontecimientos, que, sin duda, no ignoró Heródoto, quedan relegadas tras las causas secundarias o personales. También, en los hechos más importantes, como la batalla de Salamina o la de Platea, desbordan los detalles acerca de aventuras individuales, de heroísmos, astucias y frases memorables, que casi hacen olvidar la visión de conjunto. La filosofía de la historia de Heródoto tiene sus raíces en las ideas morales y religiosas del viejo mundo jónico; la expansión imperialista persa termina con una catástrofe porque así lo desean los dioses, envidiosos de la excesiva prosperidad humana; ninguna fuerza del mundo, ningún suceso, podía salvar a los hombres, que habían incurrido en la envidia de los dioses; tal es su moral, semejante a la de las tragedias de Esquilo.
En cuanto a la imparcialidad, el primitivo intento de Heródoto explica su posición frente a los protagonistas de la cruel contienda: en realidad, con frecuencia expresa una cálida simpatía hacia los griegos en general y los atenienses en particular, engendrada probablemente durante el período en que residió en la Atenas de Pericles, y exalta la superioridad ética de las libertades cívicas griegas y el heroísmo que su cultivo permitía a sus ciudadanos; pero con la misma frecuencia admira la cultura de los pueblos que él reúne bajo el calificativo de bárbaros, y así exalta el poder persa, las grandes figuras de sus reyes o los admirables hechos de sus soldados; así, la historia se cierra precisamente con un elogio, por cierto bellísimo, de los persas (que prefirieron ser pobres, dominando a los demás, que vivir en la comodidad, pero sirviendo a otros), elogio que guarda semejanza con el tributado a los héroes de Maratón ( «En Grecia, la pobreza fue siempre congénita, pero con el valor, con el buen sentido, con la fuerza de las leyes, los griegos combatieron no sólo la pobreza sino también la sumisión al extranjero»), detalle que parece poco adecuado para cerrar una historia de griegos y persas escrita por un griego. Pero todo lo que era grande atraía la simpatía de Heródoto, que con su arte aparentemente ingenuo sabe comunicarla al lector. A. Passerini
Muchos escribieron historia, pero nadie pone en duda que existen dos que son preferibles a todos los demás, y que con sus diversas virtudes, consiguieron igual gloria: denso, sucinto y atento, Tucídides; dulce, ingenuo y fluido, Heródoto. (Quintiliano)
Quien haya leído a Heródoto no necesita leer otra historia. (Schopenhauer)
Tales y Heródoto, a decir verdad, deberían llamarse, más que «padres» de la filosofía y de la historia, «hijos» de nuestro interés por el desarrollo actual de estas disciplinas; somos nosotros los que saludamos a nuestros hijos llamándoles «padres»… El pensamiento de Heródoto y de los logógrafos está en realidad vinculado a las religiones, a los mitos, a las teogonias, cosmogonías y genealogías y a los relatos legendarios y épicos, que no fueron ya poesía, ni sólo poesía, sino antes bien, pensamientos, que equivale a decir metafísica e historia. (B. Croce)