Historia de Nueva York de Knickerbocker, Washington Irving

[Knickerbocker’s History of New York]. Con esta historia, publicada en 1848, el americano Washington Irving (1783-1857) nos da una visión irónica de la ciudad de Nueva York durante el período de la dominación holandesa, describiendo las tradiciones, el humor, las costumbres y las peculiaridades locales, y revistiendo escenarios y lugares familiares con aquella buena gracia imaginativa «que constituye para sus habitantes el hechizo de las ciu­dades del Viejo Mundo».

Fingiendo que la historia fue escrita por cierto Diedrich Knickerbocker (v.), convertido luego en el símbolo de los primitivos habitantes de la ciudad, empieza a exponer — con la inten­ción de satirizar la pedante erudición de algunas obras históricas americanas de su época — gran cantidad de teorías sobre la creación del mundo, «sin la cual ni siquiera Nueva York hubiese sido creada», sobre el descubrimiento de América por Colón y sobre el carácter de los indígenas que la habitaban. Pasa luego a narrar cómo, en 1609, maese Enrique Hudson, enviado por la Compañía de las Indias Holandesas en busca del paso del Noroeste, descubrió, en su lugar, el río que ahora lleva su nom­bre, sobre el cual, al poco tiempo, una compañía de mercaderes construyó un fuer­te, del que nació más tarde la ciudad de Albany. Muy pronto un grupo de honrados holandeses, procedentes de Amsterdam, llegaron, después de diversas etapas y aven­turas, a la isla de Manhattan — nombre que, con curiosa etimología, el autor hace derivar de «man’s hat» (sombrero de hom­bre), por la costumbre de las mujeres in­dias de llevar sombreros masculinos —, donde construyeron un fuerte, establecieron una factoría comercial para el trato con los indígenas y dieron a la naciente ciudad el nombre de Nueva Amsterdam.

Una nueva era se inició en 1629 con la llegada del gobernador Wouter van Twiller, llamado Guillermo el Indeciso, descendiente de una larga dinastía de burgomaestres holande­ses dormilones y tranquilos, bajo cuyo pa­cífico gobierno se disfrutó de una verda­dera edad de oro. Pero en la frontera orien­tal de la colonia holandesa se había ido for­mando entre tanto una colonia de ingleses desterrados de su patria por motivos reli­giosos, a quienes los indígenas llamaron «Yankees» u «hombres silenciosos» y que, llenos de «volubilidad sin par y de intole­rable curiosidad», se esforzaban en mejorarlo todo y apoderarse de cuanto podían, y muy pronto empezaron a molestar a los holandeses, penetrando en varios puntos de su territorio. El gobernador Guillermo Kieft, llamado «el Testarudo», que sucedió, en 1634 a Guillermo el Indeciso, enjuto, despechado e irritable, envió una procla­ma a los yankees, ordenándoles que aban­donasen inmediatamente el territorio ho­landés; y como éstos se mostraron indife­rentes a sus amenazas, hizo grandes pre­parativos bélicos, que culminaron en la construcción de un molino de viento en cada bastión de la ciudad: pero creó mu­chos descontentos a causa de la promulga­ción de gran cantidad de leyes, mayores y menores, entre ellas una que prohibía el uso de la pipa.

Le sucedió, en 1647, Pedro Stuyvesant, el último y mejor gobernador holandés, que rehabilitó la pipa, introdujo en la comunidad fiestas y alegres costum­bres y dirigió una campaña victoriosa contra una colonia sueca instalada unos años antes a orillas de río Delaware, que culminó en la toma del Fuerte Cristina, después de una batalla terminada «sin la pérdida de un solo hombre ni por una parte ni por otra». Pero la riqueza y la prosperidad de la colonia habían despertado ya la ambición de los yankees, quienes, de secreto acuerdo con el gobierno británico, desembarcaron inesperadamente en Nueva Amsterdam y la conquistaron sin dar gol­pe, rebautizándola con el nombre de Nueva York. Así termina la historia de este pe­ríodo, al que la lejanía en el tiempo reviste a menudo de colores casi míticos. Es inútil buscar exactitud histórica en este relato, que Irving — el primer autor norteame­ricano importante — escribió con un senti­miento de irónica nostalgia por las tradi­ciones de su ciudad.

A. P. Marchesini