Novela de Gabriele D’Annunzio (1863-1938), publicada en 1892. El protagonista (v.), que narra su historia en primera persona, es un tipo dostoievskiano de «humillado y ofendido», víctima de un amigo dominante y sanguíneo, Wanzer, y de su propia esposa, Ginevra, a la que le vincula una sensualidad deprimente y miserable; su único bien es su ardiente amor hacia Ciro, su hijo, de diez años, que, con su callado sufrir por la cobardía de su padre, le excita a la rebelión por la que acabará matando a Wanzer, que había llegado a ser el amante de su mujer. Evidentemente la breve novela está inspirada en la lectura de los libros de Dostoievski, Crimen y castigo (v.), Krotcaia (v.), Humillados y ofendidos (v.); por eso está escrito como un revuelto monólogo, rompiendo la prosa que había sido tan suntuosamente magnilocuente en El placer (v.).
Pero del modelo le falta aquello que lo enriquecía íntimamente, el sentido complejo de la vida y del alma humana; la sensualidad, y sus aspectos más viles y feroces son, como en el San Pantaleón (v.), la única cuerda viva del Giovanni Episcopo: menos genuina, pues quiere disfrazarse de espíritu de sacrificio cristiano. Resulta de ello una sentimentalidad muelle, falsa, pegajosa, de la que sólo se salva la intuición de la dominante sensualidad de Ginevra, el blanco y feroz sol alrededor de la miseria física del protagonista, las repugnantes llagas del suegro, al igual que tantas asquerosidades físicas del San Pantaleone: una intuición, sin embargo, que se vislumbra, sin llegar nunca a expresión; y el entrecortado estilo del monólogo, queriendo nacer como un convulso sollozo del pobre hombre que habla, se resuelve en un ritmo no menos rebuscado que el parnasianismo de otras partes, una máquina que sigue adelante por su cuenta, independientemente del sentimiento que se supone estar debajo de ella. En el prólogo de la novela se encuentra el célebre lema: «O renovarse o morir», a cuya luz es conveniente juzgar el libro, si no en sí, en la historia de la evolución de la poesía dannunziana: necesidad de renovarse, después de El -placer, en el sentido de una prosa más íntimamente modulada y diversamente «orquestada, en el mismo sentido del detenido examen sentimental y moral intentado en el Intermezzo de rimas (v.).
El problema de D’Annunzio era, por lo tanto, él de narrar casos y personas alejadas lo máximo posible del esquema idolizado de sí mismo que había sido Andrea Sperelli (v.). Ahora su tentativa se puede considerar fracasada, y ciertamente se desvía de la rígida línea de desarrollo que va del Canto nuevo (v.) al Laus Vitae (v.); pero es aquella ansia de renovación, fuera de su fórmula más reciente, que lleva continuamente a D’Annunzio desde lo solar a lo lánguido, y viceversa, mejor dicho, ella misma nace de la perpetua coexistencia de aquellos dos tonos y es la secreta levadura de cada uno de los dos. Y no importa si, para apreciar al Giovanni Episcopo en la historia de la poesía dannunziana, hay que mirar hacia delante, pensándolo como auroral e ineficaz premisa de Las Chispas del mallo (v.) y del Nocturno (v.). Giovanni Episcopo fue incluida más tarde, con Tierra virgen (v.) en la Edición Nacional de las obras de D’Annunzio con el título Las primaveras de la mala planta (1931). [Trad. española por Roberto Robert, bajo el título Episcopo y Cía. (Valencia, 1903)].
E. de Michelis
D’Annunzio, por unas particulares inclinaciones de su fino ingenio, dispuesto a sensualidades y apasionamientos casi alejandrinos, estaba expuesto más que nadie al peligro de dejarse seducir por las cualidades de la novela rusa; y, en efecto, se abandonó a ella, exagerándola. En el Giovanni Episcopo hay casi una embriaguez de neurosis rusa. (Capuana)
Es una alegoría de la lujuria; y cuando no lo es, se pierde en lo insincero y en lo pasivo. (F. Flora)
Giovanni Episcopo, más que ninguna otra obra de D’Annunzio, tiene la rigurosa coherencia de la falsedad, sin la gracia ni siquiera de una de aquellas sonrisas o tonos violentos de paisaje, que, sin embargo, han encontrado en D’Annunzio un intérprete admirable y que él moduló otras veces en un magistral acuerdo con el estado de ánimo fundamental de la narración. (L. Russo)