Diálogo filosófico de Platón de Atenas (427-347 a. de C.), perteneciente al último período de la especulación platónica, que, después de desarrollarse en los precedentes diálogos «dialécticos» (y. Parménides, Teetetes, Sofista y Político), hace aquí sus últimas pruebas para superar el rigorismo ético del socratismo. Se trata en él principalmente del bien supremo; pero hay también notables alusiones, que hacen pensar en el Parménides, relativas a la dificultad de concebir las ideas como rígidas unidades trascendentes a los seres particulares a que se refieren y no falta una anticipación de la doctrina cosmológica que ha de exponerse en el Timeo (v.).
Los personajes del diálogo son Sócrates, Filebo y Protarco, pero desde el principio del diálogo, que se abre con una disputa ya encarnizada, Filebo, cansado, deja a su amigo Protarco la misión de sostener su tesis, según la cual el bien se identifica con el placer, mientras Sócrates se inclina a ver el bien en el intelecto. La identificación burda y capciosa a la vez, por la cual, según Filebo, el placer es la misma divina Afrodita, brinda a Sócrates la ocasión de invitar a sus interlocutores a distinguir los conceptos mediante la dialéctica, «don de Prometeo», que les dará la fórmula para disputar de una manera no erística. Ya que el bien se reconoce en los tres caracteres de perfección, suficiencia y deseabilidad por parte de todos, caen las opuestas tesis iniciales de Filebo y Sócrates, y conviene reconocer el verdadero bien en una mesurada mezcla de placer e inteligencia. Si a la «vida mixta» le corresponde el primer premio, es preciso ahora examinar a cuál de los dos elementos le corresponde el segundo. Sócrates para llegar a la conclusión distingue en el universo los distintos aspectos que se pueden reconocer, o sea «lo ilimitado», susceptible siempre de transformaciones, o sea el devenir (y placer y dolor deben adscribirse a esta categoría en cuanto son siempre mudables; y ya que el dolor es mal y está comprendido en lo ilimitado, no puede ser un bien el placer, que está igualmente comprendido en éste); el «límite», que en sí es mesura (y al cual pertenecen, aunque Sócrates se limite a dejarlo entender sin afirmarlo decididamente, las ideas como «arquetipos» separados del mundo sensible); lo «mixto», o sea, lo que resulta de la limitación de lo ilimitado (en ello se incluyen todas las cosas concretas, entre las cuales está la vida humana), y finalmente la «causa» que opera esta limitación, y sería la mente; elemento regulador de la vida humana y del universo.
Partiendo de estas premisas generales, se pueden distinguir en el conocimiento distintos planos jerárquicamente ordenados, a partir de aquél, de pureza máxima, representado por la dialéctica, para descender, a través de la aritmética y demás ciencias prácticas, a las artes, en las que la exactitud está substituida por la conjetura. Paralelamente, varían en importancia las aportaciones de los diversos grados cognoscitivos al bien del alma. Pero el placer debe someterse también a un análisis semejante a aquel a que se somete el conocimiento. En el placer, el Sócrates platónico ya ha reconocido inicialmente un elemento determinante del bien y de la felicidad. Aquí, a la aserción de que los placeres deben dividirse en verdaderos y falsos, Protarco replica que las categorías de verdadero y falso son predicables únicamente de las ideas y no de los sentimientos; por lo tanto, el placer (como el dolor) es siempre verdadero, en cuanto emoción vivida, aun cuando se funde sobre una representación errónea. Sino que, según Sócrates, la «falsedad» de un placer reside en las condiciones en que surge; en efecto, cuando el placer consiste en la satisfacción de una necesidad física (y a este propósito se utiliza el ejemplo rudamente persuasivo del «rascarse la sarna») consiste propiamente en un sentimiento «mixto» en el que se mezclan el dolor, o sea la necesidad, y el placer, o sea la satisfacción de esta misma necesidad; y precisamente, en este caso, el placer es de los que deben llamarse «falsos». Al contrario, los placeres verdaderos son los no mixtos, o «puros», que no dependen de una base corpórea, sino que se originan exclusivamente del espíritu, y consisten por lo tanto en los placeres intelectuales, los únicos que representan el verdadero bien. Y no basta, ya que, a pesar de esta radical limitación, el placer ocupa sólo el quinto lugar entre los elementos constitutivos del bien, siendo precedido ante todo por la mesura, luego por la belleza, después por el intelecto y finalmente por las ciencias, las artes y las rectas opiniones.
Esta mezcla de elementos no es accidental, ya que se inspira en determinados criterios, que son el límite, la proporción y la verdad. Criterios que, como se ha visto, constituyen los tres primeros elementos de la mezcla misma, ya que el límite es la «mesura» representada por las ciencias perfectas, la proporción quiere significar la ciencia de lo bello, y la verdad (en su aspecto subjetivo) no es otra cosa que el intelecto. Esta gradación, en la que se concluye el complejo y vivaz diálogo, insinúa el concepto de la «sophrosyne» griega, entendida como el conjunto de las cualidades estéticas, morales e intelectuales, de cuyo equilibrio nace esa salud espiritual que se identifica con el bien y con la felicidad. De este modo quedan superados lo mismo el hedonismo, que no obstante se conservará en lo que tiene de válido, como el intelectualismo ético de Sócrates. Son elementos éticos superiores al intelecto, efectivamente, la belleza y, sobre todo, la «mesura» que nos lleva de nuevo al orden eterno de las ideas arquetípicas. [Trad. de Patricio de Azcárate con el título Filebo o del Placer, en Obras completas, tomo III (Madrid, 1871, y Buenos Aires, 1946)].
G. Alliney