Fábulas, Fedro

[Fábulae]. En nú­mero de 118, estas fábulas han llegado has­ta nosotros divididas en cinco libros, aumentados con un apéndice. Escritas a imi­tación de las Fábulas esópicas (v.), repre­sentan la primera tentativa sistemática de una fabulística latina en senarios yámbicos. Esclavo de Augusto primeramente, liberto después, Fedro (15 a. de C.?-50 d. de C.) no pudo expresar más que alegóricamente sus juicios puesto que «al plebeyo no le era lícito hablar del Estado» y, al valorar a una luz moral las vicisitudes políticas y sociales de su siglo, conservó el complejo de inferioridad de su origen servil. Nacie­ron así estas fábulas de animales parlan­tes, las cuales van siguiendo paso a paso las vicisitudes, ya de la vida imperial ro­mana, ya de la vida misma del poeta.

El primer libro (prólogo y 29 fábulas), fue es­crito en los años siguientes a la muerte de Augusto. La sucesión de Tiberio favorecía a toda una caterva de delatores, ladrones, malversadores, de los cuales fue fácilmente víctima el pueblo romano, representado, ora en las ranas (II, XI, XXVIII) que, después de pedir al Sol un rey que no fuese estúpi­do, recibieron en cambio una feroz ser­piente; ora en el asno (XV) que, al cam­biar de dueño, no aligeró su carga. En tanto los más fuertes oprimían a los ino­centes, el lobo buscaba a toda costa pre­texto para tragarse al cordero; el león (V), formando sociedad con los demás animales, al fin hacía de cada uno su presa. Menos afortunados que los malvados, los cuales quedaban impunes, eran los necios, los am­biciosos, los avaros; la corneja (III), ata­viada con las plumas del pavo real, era re­chazada por sus compañeras; el perro (IV), que llevaba un pedazo de carne, al reflejarse en el agua su propia imagen, quiere hincarle el diente y pierde la carne ver­dadera, etc.

El segundo libro (prólogo, 8 fá­bulas y epílogo), poco posterior, refleja las condiciones en que cayó Roma durante el retiro de Tiberio en Capri (26-29 d. de C.), mientras su favorito Seyano administraba el Estado despóticamente; la modestia ya no era premiada, los ambiciosos se hacían ricos, los humildes empobrecían (I), el buen éxito alentaba y volvía audaces a los mal­vados (III) y a la fuerza se unía la astucia (VI). La tristeza ambiente inducía al primer cultivador de la fábula en lengua latina a quitarse el velo de fabulista y narrar la anécdota de Tiberio (V), quien, habiendo notado que un portero suyo se hacía el atareado cada vez que él pasaba, lo llamó, no para premiarle, sino para darle a comprender que no era el hombre que se dejase engañar por una actividad ficticia. El relato, dirigido contra ciertos farsantes que en Roma se daban demasiada importancia, hirió en lo vivo al propio Se­yano, quien, probablemente, mandó proce­sar al poeta. La caída de Seyano y la muerte de Tiberio mejoraron las condicio­nes de Fedro, quien dedicó su tercer libro (prólogo, 18 fábulas y epílogo) a quien, se­gún se dice, lo absolvió del proceso: Eutico, un favorito de Calígula. Las distintas cir­cunstancias políticas, la edad avanzada, la necesidad de defenderse no ya en un cam­po político, sino estético, indujeron a Fe­dro a una forma narrativa más benévola, a una visión menos pesimista y a una ca­zurra y sosegada polémica literaria. ¿Se ponía en tela de juicio el valor poético de temas demasiado humildes? También el ga­llo (XI), escarbando en el estiércol, había encontrado una perla y no sabía el valor que pudiera tener. Una mayor justicia so­cial le reconciliaba con la vida; las ofen­sas ya no quedaban impunes, las buenas acciones eran reconocidas: así, la pantera (II), que se había librado de la trampa, ata­caba a sus perseguidores, y no dañaba a sus salvadores.

El libro cuarto (prólogo, 23 fábulas y epílogo), que señalaba una reanudación de la actividad que el poeta, por causa de los años había creído termi­nada para siempre, iba dedicada a Particolón, amigo y admirador suyo. El carácter fabulístico se va desvaneciendo cada vez más para dar lugar al polémico, primero, y después al satírico-novelístico; en efecto, en el quinto libro (prólogo y 10 fábulas), dedicado a su amigo Fileta, quedan redu­cidos al mínimo los papeles de los animales parlantes, y el poeta se entretiene en cuen­tos y anécdotas de mayor aliento con ca­rácter histórico o de actualidad. Este mis­mo sentido de cansancio y aburrimiento hacia el esquema de la fábula, superado en su senilidad para desarrollarse en el nove­lístico, más de acuerdo con los tiempos, se halla en algunas de las «Fábulas Nuevas» (30 fábulas y un epílogo) que, a manera de apéndice, cierran la colección de Fedro, y en las cuales predominan los cuentos mito­lógicos y anecdóticos.

La fabulística de Fe­dro no nace de los precedentes romanos, en los cuales la fábula era considerada co­mo una subespecie de la sátira, sino de una reelaboración de los hechos de la vida de Esopo. Fedro reconoció en sí algo de su predecesor por su común origen extran­jero o servil, por las condiciones políticas de los tiempos y la falta de libertad de juicio. El esquema esópico fué primero el pretexto y el fin para poetizar moralizan­do, pero con el tiempo, ya más atrevido, Fedro renunció al modelo, reelaborándolo cada vez más libremente hasta reducirlo a una máscara bajo la cual disfrazarse a su gusto. Todo su juego consistió en tomar conceptos y juicios que hubieran podido perjudicarle si los hubiera expresado en nombre propio, y que podían aprovecharle si los refería a otras épocas y persona­jes. Operando por abstracción en un campo intelectualmente construido de ficciones desconcertantes y representado fabulosa­mente con la más irreal de las formas na­rrativas, Fedro y no Esopo, hombre aquel de la historia, no de la leyenda, dio a la literatura de todos los tiempos la manera de reconocer a la humanidad bajo las me­táforas y las hipérboles de las representa­ciones animalísticas, y dio al mundo de los niños sabias y moderadas máximas de mo­ralidad, intuíbles en breves relatos imagi­nativos que subyugan a las fantasías inge­nuas. [La primera versión castellana es la traducción del Dr. don Juan de Serres (Ma­drid, 1733) a la que siguió la del P. Fran­cisco Javier de Idiáquez (Burgos, 1755), reimpresa innumerables veces durante el siglo XVIII. También gozó de extraordina­ria popularidad y fué objeto de numerosas reediciones la traducción de don Rodrigo de Oviedo (Madrid, 1792). Modernamente es preciso mencionar la traducción libre de Víctor Suárez Capalleja (Madrid, 1891); la traducción directa y literal de José Ve- lasco y García (Valencia, 1923); la de Do­mingo Horacio Cuartero Ortega (Madrid, 1929), con texto latino y castellano, y la versión literal de Luis Segalá Estalella (Bar­celona, 1929)].

F. Dell a Corte