Dos Epístolas que van dirigidas a Timoteo, gran amigo del Apóstol que lo asoció a su misión, y le consagró obispo de Éfeso, después de algunas peregrinaciones hechas en su compañía.
La primera carta, una de las Pastorales, fue escrita en lugar y en tiempo inciertos, tal vez en Macedonia, después de su primer encarcelamiento romano, y en lengua griega. Pablo da aquí a su discípulo más amplias instrucciones acerca de todos los deberes de su ministerio, del gobierno y la disciplina de la Iglesia, de la vigilancia que debe usarse contra los que han naufragado en el error y siembran deserción y falsedad (I. 1-20).
El capítulo II es un admirable tratado de caridad, de fraternidad de todos los hombres unidos en una gran familia, inmersa en el amor de Dios. En el capítulo III se trata de la sublimidad del episcopado, y se habla del misterio de la Encarnación. En el capítulo IV está la descripción de los falsos doctores, a quienes él flagela con el ardor y el tono de los primeros años. La conclusión es una nueva expresión de ternura para el discípulo predilecto. Una tristeza difusa en la noble gallardía de la expresión, hace que esta Epístola sea una de las más conmovedoras del epistolario paulino. La autenticidad, discutida por unos pocos protestantes y racionalistas, tiene en su favor la tradición patrística. La segunda carta, también de las Pastorales, fue escrita durante el encarcelamiento romano que sufrió poco antes de morir (67).
San Pablo está inquieto por Timoteo, joven todavía; el encarcelamiento aumenta su melancolía y la necesidad de expresar los sentimientos de su corazón. Así esta segunda Epístola, más personal y más íntima que la primera, es el testamento del Apóstol y su última relación con su discípulo. Llana y elevada a un mismo tiempo, la carta es rica en exquisitas comparaciones, en descripciones pintorescas, en consejos que revelan la grandeza de alma del autor. La disposición de los capítulos está en armonía con la de los pensamientos. En la primera parte, San Pablo exhorta a Timoteo a poner en ejercicio la gracia del sacerdocio: aquí resalta entre las dulces recomendaciones al discípulo, la figura majestuosa de Jesús que destruye la muerte y revela la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio. En la segunda parte aconseja acerca de la manera de catequizar a los fieles; son bellas las comparaciones del soldado que intenta agradar al que lo alistó, del atleta que combate en la liza, y no es coronado si no ha luchado de conformidad con las leyes, y del agricultor que debe trabajar si quiere participar de los frutos.
El Apóstol señala, en fin, al discípulo las herejías que se deberán reprimir, con una vivacísima descripción de los herejes. La ternura y la emoción que alienta esta carta recuerdan las palabras de la última Cena y hacen presagiar cercana la muerte del Apóstol. Su autenticidad tiene los mismos testimonios patrísticos de la primera.
G. Boson