Las cuatrocientas diecinueve cartas de San Bernardo (Bernard de Clairvaux, 1091-1153), publicadas por Mabillon, además de numerosos fragmentos hallados en ulteriores descubrimientos que las hacen subir a quinientas treinta y cuatro, constituyen un rico filón para el conocimiento de la persona y de la obra de San Bernardo, y también para el historiador de la filosofía, de la teología, de las costumbres y de la política del siglo XII. Su solicitud cristiana, religiosa y humana, es verdaderamente universal: en todas partes, su obra, su intervención, sus amantes consejos pueden resultar útiles, se le nota siempre presente.
De materias teológicas y disciplina eclesiástica, trata en las cartas a los obispos y cardenales de la Curia y a la Conferencia de Obispos congregados para juzgar a Abelardo, denunciando en particular los errores de éste; en las cartas a Inocencio IV, a cardenales y obispos contra Abelardo; en la dirigida al arzobispo de Maguncia, contra las persecuciones de los judíos, a los cuales se debe tratar de convertir con persuasión y oraciones; en las que tratan de los derechos de la Iglesia, de los monasterios, etc. A Sumos Pontífices, especialmente a Eugenio III, da consejos y sugestiones de gobierno y, por otra parte, trata de conciliar la sumisión de los súbditos y de los fieles al Papa, como en la epístola a los nobles, magnates y el pueblo romano, para desaconsejar la reconstrucción de la antigua república romana según las instigaciones de Arnaldo, para sustraerse al dominio del Pontífice.
En favor de los obispos intercede con el Papa y con los príncipes; por el contrario insiste contra los obispos indignos y criminales para que no sean reconocidos o se les castigue (como al arzobispo de York), o bien les aconseja, haciéndoles sugerencias morales, admoniciones; pide la anulación del testamento del obispo de Auxerre, que ha dejado todos sus bienes, procedentes de las rentas episcopales, a un joven sobrino suyo, un inútil, desheredando por él a sus legítimos herederos: los pobres y la Iglesia. Cartas más propiamente exhortativas y morales son las que tratan de las virtudes y los vicios, de la verdadera amistad, contra la avaricia, contra los duelos (al abate de San Dionisio, Suger, lugarteniente del rey) etc.; otras al rey y a los príncipes, para que no se opongan a la celebración de concilios, se abstengan de hacer guerras, y cesen de perseguir a la Iglesia, etc.; otras a nobles viudas, por ejemplo, a Melusina, reina de Jerusalén, sobre el modo de ser honesta viuda y honesta reina; a la viudez del conde Teobaldo, para que no castigue con demasiada severidad las travesuras de su hijo Enrique, etc.
La mayor parte son propiamente ascéticas, como las cartas sobre la vocación religiosa y la virtud (bastante instructiva es la comparación entre la orden cisterciense y la menos rigurosa de Cluny, a la que ha pasado su sobrino para llevar una vida menos áspera), la reforma de los monasterios, el amor a la soledad y al silencio, la abstención de especialidades medicinales dañosas para la salud, a menos que no se trate «de hierbas comunes que suelen emplear los pobres, cuyo uso, si no es frecuente, puede tolerarse», etc.; las dirigidas a monjas, abades y superiores o que se refieren a sus deberes y funciones. Otra categoría es la de las cartas de carácter personal: cartas apologéticas, retractatorias (por haber recomendado de buena fe a personas o a causas indignas); de agradecimiento (por ejemplo, a la duquesa de Lorena que ofreció un terreno para la fundación de un convento: y aprovecha la ocasión para disuadir a ella y a su marido de una injusta guerra); las de carácter familiar, no sólo a eclesiásticos y a gentilhombres, sino también a distinguidas damas, en términos de afectuosa amistad. Numerosas son, en fin, las cartas a favor de terceros, recomendando a pobres y atribulados, a amigos, propugnando la paz, en defensa de perseguidos y oprimidos, consolatorias.
El estilo de las cartas, como el de sus otros escritos, es siempre noble, preciso, sobrio, conciso, poco imaginativo, sin floreos ni figuras, excepto las que provienen de la Biblia, cuyas citas forman el tejido de toda su elocuencia. La sátira, el retrato humorístico, la tenue ironía, brotan a menudo bajo su pluma, igual que las máximas y los proverbios. El tono es, en general, oratorio y a veces enfático: no está libre de los defectos de su tiempo, de los juegos de palabras, antítesis y paralelismos. Pero cuando la plenitud del sentimiento y el calor del alma le rebosan y la llama de su celo se enciende, sus cartas, lo mismo que ciertos pasajes de sus escritos, son pequeñas obras maestras, y su eficacia explica el éxito, en tantos campos, de este hombre universal.
G. Pioli