[Epístola de tolerantía ad Clarissimum Virum TARPTOLA, scripta a PAPOILA, o sea dirigida a «Theologiae Apud Remostrantes Professorem, Tyrannis Osorem, Limborchium Amstelodanensem», escrita por Pacis Amico, Persecutionis Osore, Iohanne Lockio Anglo]. publicada anónima en 1689.
Constituye una etapa decisiva en la conquista del principio de tolerancia por parte del pensamiento moderno, no sólo por la viveza y el color con que el autor propugna en ella la libertad de conciencia, sino también, y especialmente, por el nuevo planteamiento dado al problema, no ya sencillamente religioso, sino además histórico-jurídico. Locke empieza con la justificación religiosa, observando que la tolerancia es carácter esencial de la verdadera Iglesia de Cristo, en la que todo título es nulo mientras falte la caridad hacia todo el género humano «comprendidos los no cristianos»; pero luego pasa a considerar el tema desde el punto de vista jurídico, proponiéndose fijar exactamente los límites de las respectivas competencias entre Iglesia y Estado.
La jurisdicción del magistrado se halla en función del fin para el cual la sociedad política está constituida; es decir, la tutela de los bienes civiles, vida, libertad, integridad y bienestar del cuerpo y posesión de los bienes exteriores; no puede pues extenderse a lo que concierne a la salud de las almas. Por otra parte, el poder del magistrado civil sólo consiste en la «coacción», de modo que no puede ejercerse de ningún modo sobre la conciencia, que por definición es incoercible. Y aunque la autoridad civil tuviese eficacia para plegar la mente humana, no sería lícito entre tanta variedad de opiniones religiosas imponer precisamente la fe profesada por el príncipe. En cuanto a los límites del poder eclesiástico, Locke afirma que la Iglesia, siendo una sociedad «libre y voluntaria» constituida con el fin de servir a Dios en público, para conseguir la salud de las almas, no vincula a nadie indisolublemente.
El poder eclesiástico no puede ser nunca coactivo, pues no se refiere a los bienes externos, de exclusiva competencia de la magistratura civil; las únicas armas de la sociedad religiosa con respecto a sus miembros son la exhortación, las amonestaciones y los consejos, y, por fin, la expulsión de los obstinados, o excomunión, siempre que no se acompañe de palabras injuriosas o actos violentos que puedan lesionar de algún modo los derechos civiles y humanos de los particulares. Ni siquiera la adhesión del príncipe puede dar a una Iglesia una autoridad que no le compete por naturaleza; donde eso suceda, el Estado excede su competencia. El autor insiste sobre la necesidad de mantener separados los límites de ambos poderes, observando que la opinión de que el poder civil está basado en la gracia o de que la religión haya de ser propagada con la fuerza, ha sido siempre causa de infinitas guerras y violencias.
El derecho de gobernar a los pueblos no da al magistrado la capacidad de conocer cuál sea la verdadera religión ni de atribuir a una iglesia determinada la prerrogativa de la ortodoxia. En cuanto a los artículos de fe que se dividen en dogmas especulativos y en principios de moral, Locke advierte que la creencia en los primeros no puede imponerse, desde el momento que no depende de nuestra voluntad creer o no; en cambio los segundos, en cuanto las acciones morales se refieren a la vida civil, caen también bajo la competencia del magistrado, pero con el siguiente límite preciso: que el poder civil sólo ha de oponerse a las doctrinas que sean contrarias a los fines para los cuales ha sido constituido y, en general, al bien del Estado y de las buenas costumbres. Entre ellas la más peligrosa para la paz del Estado es precisamente la intolerancia que tiende a violar «los derechos del Estado, los bienes y la libertad de loé ciudadanos».
Pero aquí Locke hace una ampliación particular, en contradicción con otras partes de la obra, sobre la Iglesia católica, afirmando que no puede ser tolerada por el magistrado civil, en cuanto «quienes le están adheridos pasan por ello mismo a las órdenes de otro príncipe», no pudiendo distinguirse en el papa la calidad de jefe de la Iglesia, de la de soberano de un Estado. Tampoco puede tolerarse a los ateos, porque para ellos «las promesas, los contratos o los juramentos, vínculos de la sociedad civil, no son ni sagrados ni inviolables», y porque sin la creencia en Dios «todo en el mundo se corrompería». Locke concluye reivindicando explícitamente igualdad de derechos para todas las confesiones (comprendida la romana) sin excluir «ni a paganos, ni a mahometanos, ni a judíos». El principio de la tolerancia es, pues, concebido por él con una amplitud hasta entonces insólita, desde el punto de vista de su concepción política sobre la base del aconfesionalismo del Estado y del derecho de libre asociación, doctrinas cuya aplicación práctica había intentado en 1669, cuando fue invitado a realizar un croquis de constitución para la colonia norteamericana de Carolina.
E. Codignola