Carta dirigida desde Roma a los judío-cristianos de Palestina y especialmente de Jerusalén, entre los años 63 y 64. No hay unanimidad acerca de la lengua en que fue escrita, si lo fue en hebreo primero y después traducida en lengua griega, o por el contrario en un texto original griego. En favor de esta última hipótesis se dan varias razones, entre ellas la del estilo, que se aproxima notablemente al griego clásico. También por la forma presenta analogías con las otras epístolas. Es la más difícil de cuantas salieron de la pluma del Apóstol y la segunda en importancia, inmediatamente después de la dirigida a los romanos.
Se la incluye entre los libros deuterocanónico porque en Occidente, en los siglos II y III, un cierto número de Iglesias y doctores negaban su autenticidad, reconocida por el concilio de Hipona (393), San Pablo expone a los hebreos lo que ya antes había expuesto a los romanos: que no hay salvación fuera de Jesucristo, que el Cristianismo es la única religión, definitiva y universal, ordenada por Dios para la salvación del género humano. La ley antigua no era más que un bosquejo de aquella hombres a su último fin. Entre todas las prerrogativas del Hombre-Dios, hace resaltar especialmente la de su sacerdocio, más perfecto que el levítico, centro y ápice de la religión cristiana. Esta es la parte dogmática (I-X, 18). En la segunda parte, toda ella de carácter moral y menos desarrollada, se esfuerza en hacer sentir la necesidad de la fe (X, 19 – XI, 40) y de las buenas obras (XII, 1 – XIII, 25). Esta segunda parte tiene de enérgico lo que la primera tiene de sublime. Es ésta una de las más perfectas Epístolas paulinas.
En el comienzo, en un cuadro lleno de nobleza y esplendor, se ve a Jesucristo, Hijo Eterno del Eterno Padre, rodeado de Ángeles que, raudos como el viento, le sirven. En el capítulo segundo destácase con más fulgor la figura de Jesús que destruye la ley mosaica y promulga una nueva ley. Magnífica es la descripción del Verbo lleno de gloria y pujanza. El capítulo V es el canto más lírico en loor del sacerdocio cristiano cuya cabeza es Jesús. El VII evoca al gran rey y pontífice Melquisedec, rey de justicia y de paz, prototipo del sacerdocio eterno, sobre quien domina gloriosamente Cristo. En los capítulos VIII y IX se habla en forma magnífica del supremo acto de amor de Jesús, cuya sangre divina lava y purifica. Con este cuadro, de una suavidad incomparable, forma doloroso contraste la descripción del gran pecado de la apostasía en el capítulo X. Todo en él es terriblemente pavoroso; es el cuadro de la ignominia, del horror y del castigo implacable. Pero en el capítulo XI aparecen de nuevo los consuelos de la fe, los ejemplos del inocente y piadoso Abel, de Enoch, de Abraham, de Isaac, de Moisés, cuya fe es ejemplo para las generaciones venideras. Las exhortaciones de los dos postreros capítulos tienen todo el embeleso peculiar del Apóstol, capaz de tocar, de convencer a las almas con las palabras de su ardiente fe.
G. Boson