[Der Vampyr]. ópera romántica en dos actos de Heinrich Marschner (1795-1861), sobre libreto de W. A. Wohlbrück, estrenada en Leipzig en 1828.
El argumento es una fantasía de completo gusto romántico alemán: Ruthven, el Vampiro, que se ha puesto al servicio del Diablo, pide pasar todavía un breve período de tiempo entre los mortales: se le concede, a condición de llevar en holocausto a los infiernos a tres bellas esposas o a tres bellas novias antes de la medianoche próxima. Ruthven asegura que tiene ya conquistadas a dos: Janthe, que, en efecto, aunque con remordimientos, huye de la casa paterna para seguirle, y los abismos infernales la engullen, y Emmy, recién casada, que cede después de una pequeña resistencia. Bastante más difícil se presenta la empresa con Malwina, que, aunque su padre Davenant ambiciona darla como esposa a un lord (tal como Ruthven aparece en su figura terrena), ella quiere permanecer fiel a su Edgar, bajo cuyo nombre se oculta Aubry, también bastante comprometido con el mundo infernal y ligado a Ruthven por un misterioso pacto (se le ha visto ya en escena en el momento de reconducir a Ruthven a la luz después del rapto de Janthe).
Davenant se muestra inflexible: Aubry reconoce a Ruthven; pero vacila antes de desenmascararlo a causa de que el pacto no se lo permite, y suplica en vano a Davenant que difiera la boda un día más. Al fin, el amor vence a los demás escrúpulos: Aubry quiere salvar a Malwina, aunque sea a costa de su propia vida, y en el momento de la ceremonia nupcial descubre que Ruthven es el Vampiro. Llega la media noche fatal. Ruthven es herido por el rayo y precipitado en los abismos infernales: todo se apacigua, y es fácil imaginar el feliz final del argumento, lleno todo él de escenas fantásticas (risas de espíritus infernales, espantosos prodigios naturales, etc.) y de escenas populares (danzas campestres, episodios de taberna, etc.), todo ello bastante próximo, tanto en el argumento como en la forma, al gusto de la ópera de Weber.
Sin embargo, en Marschner no sólo es notable la supervivencia del gusto, sino también la acentuación, mejor dicho, la hinchazón del elemento fantástico, que parece llevar en sí los trabajos de un arte en gestación, el arte que — bajo ciertos aspectos — es el de un Schumann, y aún más el de un Wagner (especialmente del Wagner del Buque fantasma, v., y de algunas de las partes más sombrías del Anillo de los Nibelungos, v.). El Vampiro es una obra de transición; pero no por esto han de desconocerse sus méritos: factura decorosa, al comienzo de la obertura, amplia y de estilo clasicista; bella plenitud y audacia armónica y contrapuntística; trozos muy característicos, como los coros de brujas, de locos, etc., otros de notable ímpetu lírico como el aria de Malwina «Claro ríe el áureo sol de primavera» y el dueto amoroso que sigue; otros graciosos, como los coros nupciales y las danzas y canciones campesinas, además de que el conjunto de la obra es teatralmente movido y eficaz.
Pero en la inspiración central, encarnada en la figura del Vampiro, que más o menos impregna el conjunto, hay una turbia agitación que no se aclara en forma ideal, algo como una materia en ebullición, hasta puede decirse volcánica, y aún no redimida por el toque de la poesía.
F. Fano