El Sitio de Calais, Dormont de Belloy

[Le siége de Calais]. Tragedia de Dormont de Belloy (Pierre Laurent Buyrette, 1727-1775), re­presentada en 1770. Se pone en escena, sin muchas modificaciones, el episodio histórico de la toma de Calais por los ingleses, que tuvo lugar en 1347, durante la guerra que Eduardo III de Inglaterra declaró a Feli­pe VI de Valois. Después de un año de en­carnizada resistencia, la ciudad se rindió, a condición de que los ciudadanos tuvieran la libertad de poder emigrar y de reunirse — germen de nuevas batallas — con su rey. Eduardo accede a ello con tal que le sean entregados seis de los principales ciuda­danos, sobre los cuales podrá desahogar su indignación de una manera ejemplar. El alcaide Eustache de Saint-Pierre, su hijo Aurelio y otros cuatro burgueses se entre­gan voluntariamente para el sacrificio. En­tretanto, Aliénor, hija del gobernador pri­sionero, se halla frente al conde Godefroi d’Harcourt, un joven desterrado francés que se ha convertido en general y conse­jero de Eduardo. La muerte de su hermano, al cual ha visto caer en el campo francés durante la batalla, y el excitado desdén de Aliénor, a la que ama y con la cual había tenido la esperanza de casar, son causa de que nazca en él un angustioso remordi­miento; no puede ser otra vez traidor abandonando a Eduardo, pero intenta apla­car la cólera de éste. Todo es inútil: ya está preparado el patíbulo para los seis mártires. Entonces Godefroi recurre al en­gaño: les hace creer a los prisioneros qué ha sido aceptado el rescate por ellos y les induce a marchar, dispuesto a pagar con su propia vida; pero éstos, descubierto el piadoso engaño, vuelven a entregarse al rey. Éste sigue inconmovible hasta el último momento, cuando Aurelio se arroja a sus pies suplicando que se le dé muerte lejos de la vista de su padre, y haciéndole vacilar al relatarle lo que él mismo sentiría si viera caer a su hijo en su presencia. Al final, conmovido, Eduardo les deja en li­bertad, y también a Godefroi, para regre­sar junto a su rey. La tragedia se limita exclusivamente a un contraste exterior, y está maculada por las graves inverosimili­tudes del comportamiento de Eduardo, en el cual el autor pretendió utilizar de nuevo el procedimiento psicológico que, en la llíada (v.), es causa de que Aquiles ceda ante las súplicas de Príamo en nombre del anciano Peleo. Pero sus apasionados acentos heroicos y patrióticos despertaron en la conciencia del pueblo francés, que salía entonces de la guerra le los Siete Años, un vivísimo eco, y la tragedia obtuvo el vasto, aunque efímero, aplauso al que as­piraron en vano las demás obras de Belloy.

E. C. Valla

*    En nuestros días el mismo episodio su­girió el drama en tres actos Los ciudadanos de Calais [Die Bürger von Calais] del ale­mán Georg Kaiser (1878-1944), publicado en 1914. Es una de las primeras obras del autor y la que, con el extraordinario éxito de la representación, le dio popularidad y fama; todavía hoy perdura como la más importante suya. La ciudad de Calais, que resiste desde hace un año al cerco del rey de Inglaterra, está vencida; el rey de Fran­cia con sus ejércitos ha tratado de liberarla pero ha sido derrotado, quizá muerto. Eduardo III ha enviado un mensajero para advertir que destruirá el puerto si a la mañana siguiente al despuntar el alba seis ciudadanos, escogidos entre los nobles, no se encuentran ante las puertas de la ciu­dad, vestidos de penitentes, descalzos y des­cubiertos, para ofrecerle las llaves. Sólo pensar en semejante humillación horroriza. Duguesclin, capitán del rey de Francia, grita que el mismo mar puede sumergir la ciudad antes de que él renuncie a su ho­nor. Pero en este momento otro noble ciu­dadano, Eustache de Saint Pierre, inter­viene. Tiene del honor una idea muy dis­tinta, nueva y más profunda, en la que está superado el antiguo sentido caballe­resco del honor y toda tradición medieval; considera que el honor de los ciudadanos ha de basarse sobre todo en sus obras, en lo destinado a durar más que su vida y por encima de todo sacrificio. Es pues el puerto de la ciudad lo que hay que salvar, eso es la obra común, el bien común, el sentido de su vida de ciudadanos; es un honor salvarlo a costa de perderse a sí mismo. E invita a seis ciudadanos a ofrecerse voluntariamente para el rescate.

Uno tras otro, animados por su palabra y su ejemplo, seis ciudadanos se presentan; aquí el drama, que tiene doble núcleo, aban­dona el primer conflicto y se concentra en torno a otro: los ciudadanos ofrecidos son siete, comprendido Eustache, y ahora se trata de establecer cuál de ellos se verá libre del sacrificio. En un momento de de­bilidad humana, confiando cada uno en tener suerte, los seis ancianos deciden sor­tear el nombre de los que hayan de presentarse, pero Eustache se niega. Y en una célebre escena del segundo acto que es de las más fuertes del drama, en una cena simbólica, en una atmósfera cargada de tensión, tacha de crimen aquel modo de actuar con la esperanza de librarse de las propias decisiones, y declara que no puede tener ningún valor una acción que no sea inseparable de la voluntad que la ha provo­cado; la suerte no ha de intervenir. Sólo un hombre íntimamente renovado, cons­ciente de sí mismo y de la propia obliga­ción humana, dice, puede actuar de forma verdaderamente pura; abandonen pues el juego y, por la mañana, cada cual en cuanto suenen las primeras campanas salga de su casa; el que llegue último a la plaza del mercado será libre. El tercer acto se abre en la plaza del mercado llena de una multitud excitada y tumultuosa con la fre­nética espera. En el alba, se oye la primera campanada; uno tras otro, llegan los seis ciudadanos, humildes, fuertes, transfigura­dos; ahora son verdaderamente los hombres nuevos, y en su vestimenta sin color está el símbolo de la «impersonalidad» a la que, por amor de la obra común, han sa­crificado toda la retórica antigua. Pero Eus­tache falta, precisamente él que hubiera tenido que ser el primero; y en el momento en que la multitud indignada por su su­puesta traición quiere arrastrarlo al mer­cado, insultarlo y tomar justicia, traen su cadáver; quería que «la acción quedase pura» y por ello fue a la muerte antes que nadie. En él se anuncia verdaderamen­te a los ojos de todos «el hombre nuevo», la vida nueva; los demás ancianos pueden encaminarse ahora ligeros al sacrificio, ca­minar sin fatiga sobre las piedras con sus pies desnudos.

En este momento el rey de Inglaterra, a quien un hijo acaba de nacer aquella noche ante Calais, hace anunciar a los seis ciudadanos que en nombre del recién nacido no acabará con su vida; en cambio, irá a dar gracias a Dios en su misma iglesia. Por lo cual, cuando el rey rece ante el altar, doblará la rodilla ante el cuerpo del «hombre nuevo»: Eustache de Saint Pierre ha sido colocado en el lu­gar más elevado. Pese al simbolismo que vela con cierta retórica la acción, este dra­ma es uno de los más complejos y suges­tivos del teatro contemporáneo; su éxito se justifica con la coincidencia ideal que puede tener con nuestro tiempo, donde aún perdura el choque entre la idea medie­val y la idea «moderna» del honor, en los que las razones individuales y las colectivas de la vida y de sus conflictos coinciden tan a menudo. Los ciudadanos de Calais es un drama grandioso, coral en la multitud que los seis ciudadanos designados representan; la segunda parte, basada en una moral rí­gida, sigue de cerca, especialmente en el mito repetido del «hombre nuevo», los pos­tulados ideológicos del movimiento expre­sionista, así como sigue y quizá propone los postulados estéticos en el clima cargado de pasiones excitadas y en la mística apo­teosis del héroe, vagamente wagneriana, aunque la figura de Eustache de Saint Pierre permanezca grave y humanamente sencilla hasta la muerte.

G. Veronesi