El Destino del Sabio, Johann Gottlieb Fichte

[Die Bestimmung des Gelehrten]. Son cinco lecciones profesadas por Johann Gottlieb Fichte (1762-1814), en 1794, en la Universidad de Jena. El individuo particular, el hombre en sí (lección I), fuera de las relaciones sociales, debe conducir a la íntima cohe­rencia de su naturaleza racional la multi­plicidad de las inclinaciones y de los ob­jetos sensibles, lo que requiere una lenta y laboriosa educación, la cual eleva al «sumo bien», del que brota espontáneamen­te la verdadera felicidad, pero no está per­mitido al hombre alcanzar de tal modo la perfección, esto es, el absoluto acuerdo con­sigo mismo: así como la razón encuentra resistencias y límites, necesarios a su vida, en la sensibilidad, su misión se debe, en efecto, actuar en un proceso infinito de perfeccionamiento. Entre los instintos fun­damentales (el instinto para Fichte no es un ciego impulso, sino una tendencia es­piritual), es el instinto social (lección II), mediante el cual el hombre entra en re­lación además de con inclinaciones y ob­jetos sensibles con otros seres razonables y libres, los cuales, contrariamente a los pri­meros, deben no subordinarse, sino coordinarse a su instinto moral. Surge de este modo la sociedad como reciprocidad de las acciones en la libertad, con la cual el hom­bre determina más concretamente su des­tino consistente en contribuir a la «uni­ficación progresiva» de loa. seres conscien­tes, mediante la cultura; el fin último, in­accesible, ideal, es el íntimo y completo consentimiento de ellos.

Ni la distinción de la sociedad en clases (lección III) significa una absoluta escisión de sus miembros a los cuales, por el contrario, con doble ten­dencia instintiva a educar y a dejarse edu­car, concurren a formar un patrimonio hu­mano común del cual todos pueden parti­cipar, pero a condición de aportar a él la contribución que su condición y su situa­ción particular le permiten. Tales son el origen y el fundamento legítimos de la distinción de las clases en el ámbito de la vida social. En la cual sólo el hombre halla la verdadera inmortalidad; en efecto, en cuanto él participa en una construcción eterna e infinita, su obra no puede quedar perdida; particularmente al sabio (lección IV) está asignado el cometido, alto y no­ble sobre todos los demás, de promover la elevación incesante del género humano con­forme a ideales racionales, pero él no puede realizar su misión si, además de ser «el hombre moralmente mejor de su tiem­po», no posee la «doctrina», que es el con­junto del conocimiento filosófico de los instintos y de las necesidades, del conoci­miento historico filosófico de los medios pa­ra desarrollar los primeros y satisfacer los segundos, y del conocimiento histórico del grado cultural de la sociedad, con que se pondrán en relación unos y otros.

El sa­bio, custodia y sacerdote de la verdad, al cual están ligados los destinos morales de la humanidad, no debe desertar de ningún modo de su función educativa. La verdad, pues, está en los antípodas de la tesis de Rousseau (lección V), el cual, contristado por la mísera y desoladora visión del dolor y de la abyección de los hombres en la so­ciedad, acarició un edénico y mítico «estado de naturaleza», y casi hubiera pretendido hacerse mejor precipitándose de nuevo en aquel mundo de inmediatez animal, del cual, con harto trabajo, nos hemos liberado para elevarnos a la razón. [Trad. española de Eduardo Ovejero y Maury en el volu­men El destino del hombre y el destino del sabio (Madrid, 1913)].

E. Codignola