El Cristo de Velázquez, Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno (1864-1937) publica su gran poema religioso El Cristo de Velázquez el año 1920. Su composición hay que retraerla a bastantes años antes. Desde 1911 en que apareció su Rosario de sonetos líricos no había publicado libro alguno de versos. Composiciones que aparecieron en revistas, y otras muchas que celó por entonces, alter­naron con la composición de este gran poe­ma. Fragmentos aparecieron en diversas publicaciones periódicas, y en la intimidad y en público dio frecuentes lecturas de ellos. Tres años antes de su publicación puede decirse que estaba terminado, pero Unamuno añadía constantemente nuevos parágrafos y retocaba y pulía los escritos, más con vista a la intensidad expresiva que a la perfec­ción retórica. Entre las lecturas fue famosa la que dio en el Ateneo madrileño, que hizo que se hablara del poema mucho an­tes de que fuera impreso.

Tal como apare­ció consta de cuatro partes, dividida cada una en numerosos parágrafos, que pueden gustarse independientemente, aunque en la ordenación que de ellos hizo logró un plan hasta cierto punto coherente, pues el ca­rácter desbordadamente lírico del poema rehúye una lógica que permita encuadrarle en las divisiones tradicionales de la retó­rica. Es como un haz de meditaciones en torno a Nuestro Señor Cristo que si plás­ticamente puede centrar el prodigioso lien­zo de nuestro primer pintor, espiritualmen­te son como un haz de encendidas llamas de pasión religiosa convergentes hacia el ideal único del gran escritor que ve re­suelto en la muerte del Redentor, en nues­tra redención por la muerte que se obra en el sublime sacrificio, la permanencia de nuestra conciencia tras la muerte.

Consta la primera parte de treinta y nueve pará­grafos, generalmente de breve extensión, como todos los del poema. En los primeros, sin título, proclama la sugestión del lienzo: «Vara mágica / nos fue el pincel de Don Diego Rodríguez / de Silva Velázquez. Por ella en carne / te vemos hoy». A medida que pasa de las ideas generales hacia los símbolos bíblicos va ganando el poema en concreción y sistema. Como Fray Luis de León desentrañara en sus inmortales diá­logos los nombres que a Cristo le aplicara la Sagrada Escritura, Unamuno, con rapi­dez lírica, añade nuevos nombres simbóli­cos, y les glosa con aliento de poeta y ri­queza increíble de lugares bíblicos que cita al margen. Tan sólo una cita de Santa Ca­talina de Siena, que sirve de epígrafe al parágrafo cuarto de esta parte, puede encontrarse en todo el poema que no proce­da de la Biblia. Así se aplican al Señor los dictados de Rosa, Arroyo-fuente, Nube-música, Lino, Águila, León, Toro, Puerta, Lirio, Espada, Ánfora, Paloma, Árbol, Bar­co, Enjullo, Ciervo y otros más. En todos se mantiene la misma tensión al par poética y religiosa. No se trata de juegos de inge­nio, sino de explanación del significado uni­versal de Cristo a través de símbolos y nom­bres de sus criaturas.

La segunda parte, más breve, consta de catorce parágrafos, es la que tiene un carácter más descriptivo sin abandonar por ello el soplo lírico que llena los versos todos del poema. Cada pa­rágrafo alude y a veces describe un momen­to de la muerte de Cristo. Son especial­mente mencionables, si cabe elección entre fragmentos parejos de emoción, el párrafo segundo, se consumó («se consumó, gri­taste con rugido / cual de mil cataratas… Siguióse místico silencio sin linderos…»), o el séptimo, en que describe la escena de la Crucifixión: Lázaro, «pálido repatriado de la tumba», lloraba al recordar que también llorara Cristo por su muerte; la Madre, Nuestra Señora, trasegaba a su corazón los dolores de la Pasión; Juan le contemplaba con ojos aguileños; Tomás se resistía a dar fe a sus ojos; Pedro lloraba desencantado; Nicodemo, «vergonzante discípulo de no­che», miraba absorto desde lejos; Santiago, cerrado el puño, miraba a la ciudad; Es­teban, «tierno mozo», recogía como reliquias las piedras manchadas en sangre; y lejos, en Tarso, Saulo estudiaba la ciencia helé­nica para ser, sin sospecharlo, el Mercurio de la nueva verdad entre las gentes. Creo que nunca el genio poético de Unamuno volara más alto que en este pasaje, a la vez humano y de altísima significación re­ligiosa.

La tercera parte, veintisiete pará­grafos, es un nuevo desfile de símbolos, pero éstos no de las criaturas de Dios, sino de los miembros y accidentes físicos del mis­mo Cristo. Siguiendo la pauta gráfica del lienzo de Velázquez, va desentrañando el sentido religioso de Corona, Cabeza, Mele­na, Frente, Rostro, Ojos, Orejas, Nariz, Me­jillas, Pecho, Brazos, Hombros, Manos, ín­dice de la diestra, Llaga del costado, Vien­tre, Verija, Rodillas, Pies. La cuarta parte, la más breve, contiene ocho párrafos y una oración final, aunque oración es toda ella. Así termina el ejemplar poema. Todo él está escrito en versos endecasílabos libres de rima, y al final de cada párrafo es rema­tado por un endecasílabo agudo. La forma tiene toda la fuerza, y a veces aspereza, pe­culiares de Unamuno.

J. M.a de Cossío