Dramas de Rosvita

Entre las obras de Rosvita (Hrótsvit, hacia 935-hacia 973), mon­ja alemana del convento de Gandersheim que vivió durante el renacimiento otoma­no, las que han suscitado mayor interés y pasión de estudio entre los modernos son sus seis dramas. Compuestos después de los pequeños poemas hagiográficos y como ellos en la tranquila soledad de una celda, repre­sentan, aun en su pudorosa humildad, una audaz tentativa del alma cristiana frente a las «perniciosas delicias de los gentiles». La «pobre mujercilla», la alumna de la «sapientísima y benignísima» Ricardis y de la «real» Gerberga, la hermana que sabe que todo lo ha recibido de la «gracia ope­rante» del supremo «dador», de la «dili­gencia» de sus maestras y de su modesta aplicación, se atreve por fin a una empresa grande y nueva, superior, como ella misma advierte, a las fuerzas de su sexo y más aun a su pudor de religiosa: consciente del éxito de Terencio aun entre los católicos, llega a proclamarse «la potente voz de Gan­dersheim», «no desdeñando imitar» esa clara y dulce elegancia de estilo, si bien sustitu­yendo las «torpes abominaciones de las mu­jeres lascivas» por la «loable castidad de las santas vírgenes», sin esquivar las críticas de mezquindad, con tal de «predicar por doquier el poder de Cristo». Tal es el pro­pósito de Rosvita, expuesto en el prefacio en prosa a los dramas, lleno de dignidad, y siempre dócil, devoto y sincero, como todos 135 que preceden a sus composiciones. Si­gue una «epístola a las doctas personas fau­toras de este libro», conmovida y jovial ma­nifestación de agradecimiento por la bené­vola actitud alentadora de esos letrados, gracias a los cuales aquella obra podía abandonar confiada el círculo íntimo de pocas personas y el estrecho límite del mo­nasterio para mostrarse en público.

Los dra­mas, en prosa rimada (el senario yámbico ¿el modelo formal terenciano no era capta­do por el oído medieval), son los siguientes: Galicano o La conversión de Galicano, ca­pitán del ejército, dividido en dos partes casi independientes entre sí, que ofrecen un parangón plástico entre el emperador cristiano Constantino y su antagonista Ju­lián el Apóstata; Dulcido o La pasión de las Santas vírgenes Agape, Quionia e Irene; Calimaco o La resurrección de Drusiana y de Calimaco, que representa la conversión de un pagano el cual, después de haber perseguido a una cristiana hasta la muerte, es resucitado con ella para vivir como per­fecto cristiano; Abraham o La caída y la conversión de María, sobrina de Abraham el eremita, considerado por su honda hu­manidad como la obra maestra de Rosvita, narra la historia de una moni a que, sedu­cida por un fraile y refugiada en un lupa­nar, es redimida por un tío suyo ermitaño y restituida a una vida santa; Pafnucio o La conversión de la meretriz Thais, repe­tición abstracta del precedente, que dra­matiza la conversión de Thais; Sabiduría o La pasión de las Santas vírgenes Fe, Espe­luza y Caridad, que pone en escena la pasión de tres santas vírgenes.

El propósito, como tantos otros en el campo de la litera­tura cristiana, resulta infructuoso; los pú­dicos dramas de Rosvita, exquisita y típica­mente medievales, no son más que una ree­laboración, bajo distinta forma, de sus pe­queños poemas hagiográficos y de las vidas de santos y actas de mártires de la tradi­ción, y la Edad Media nunca celebró con en­tusiasmo a su Terencio cristiano. Y si el poeta pagano no vio nunca menguar el éxi­to enorme de sus comedias, la obra de la humilde monja sólo llegó hasta nosotros a través de un único manuscrito, transmiti­do sin duda por la diligencia de Gerberga. El siglo XII, el siglo de la «comedia elegia­ca», nos ha legado en un Pasional de Alderspach, entre otras vidas de santos, una de estas composiciones, el Galicano, distri­buida por primera vez en escenas, tal como pudo quizá ser representada. Pero se trata de un testimonio aislado, nada decisivo, como arbitrarias son las divisiones en esce­nas de las ediciones modernas.

Nadie puede afirmar que la pequeña comunidad misma del convento de Gandershein se haya senti­do jamás conmovida ante una solemne re­presentación de alguno de los dramas de su ilustre hija; la cual sólo quiso ofrecer a los amantes de Terencio una lectura más pura, pero no sustituir un espectáculo inmoral por otro moral. Muy poca es la ori­ginalidad de estos dramas, enteramente de­pendientes, en cuanto a su contenido, de las antiguas fuentes cristianas de los peque­ños poemas; exiguo su arte (pese al evi­dente esfuerzo por adornarse con las galas terencianas) en el siglo del Walthario (v.) y de la Fuga del prisionero (v.); estridente la presencia de conocidas y aburridas alu­siones escolásticas, de la típica escuela me­dieval, tales como doctas y extrañas disqui­siciones, clasificaciones lógicas, vacuas co­nexiones, «hilos y vedijas» que la cándida Religiosa cree «haber arrancado a tirones de la veste de la Filosofía». Pero si tal es la obra, no lo es el alma de Rosvita, la ínti­ma musa de sus dramas.

Esa incolora uni­formidad de personajes y lugares, esa falta absoluta de personalidad y de contraste, su modo de igualar, en cierto sentido, lo virginal con lo lujurioso, poniendo en un mismo plano un palacio o un prostíbulo, y reduciéndolo todo a una súbita interven­ción del elemento milagroso, no es más que el reflejo de un corazón lilial, de unos ojos puros, que desde un apacible oasis en medio del desierto de la vida no sabe cantar más que el triunfo del bien, el poder de la cas­tidad, «la victoria de la fragilidad femenina sobre la brutalidad de la fuerza viril». Por esto «las ficciones» de Terencio sólo pudie­ron despertar en la inmaculada lectora un «pudibundo rubor», y por esto la pasión de Dulcicio sólo puede promover en nosotros una sonrisa. Trad. italiana de S. Dolenz (Roma, 1926).

G. Billanovich