[Lecciones del filósofo estoico de origen frigio Epicteto (50?-138 d. de C.), recopiladas por el historiador Arriano de Nicomedia. Originariamente se componían de ocho libros de los que sólo nos han llegado cuatro (v. también Manual). Como nos dice el mismo Arriano en una carta dirigida a Aulo Gelio y puesta al principio de las Disertaciones, se ha limitado a transcribir fielmente cuanto oyó de labios del maestro, en la escuela por él fundada en Nicópolis, en Epiro. Y espera que, aun a través de su estilo desaliñado, se manifieste claramente la sublimidad de las enseñanzas de Epicteto y la excelsa misión moral que con ellas se propuso.
Es obra de una importancia fundamental para conocer el tercer período del estoicismo, llamado romano, que tiene en Epicteto y en Marco Aurelio sus máximos representantes. El interés del filósofo se dirige sobre todo a los problemas morales y, abandonando la tendencia ecléctica en que el estoicismo había caído, recoge en todo su rigor el concepto de una voluntad racional que gobierna al mundo y a la que el individuo debe entera sujeción. De ahí el aire de religiosidad que respira toda la obra. Es de notar también la influencia que sobre Epicteto han ejercido las doctrinas cínicas; por lo demás, no sólo en el título, sino también en la forma, las disertaciones redactadas por Arriano evocan las «diatribas» cínicas de carácter popular.
Primer concepto fundamental en la construcción de Epicteto es el de la Providencia divina que gobierna el mundo y lo dirige según las leyes de la naturaleza, coincidentes con las de la razón humana, en el mejor de los modos. Dios, padre de los hombres, lo ha predispuesto todo para su bien material y moral; si el mal interviene en la vida humana, no es culpa de la Providencia, sino del hombre mismo que, olvidando su origen sublime y la razón, centella divina que debería guiarlo en todas sus acciones, se deja seducir por falsas apariencias del bien y se somete a los vicios y pasiones. Con tal proceder, el hombre renuncia a su privilegio, se hunde en la miseria y niega aquella libertad suprema que Dios ha querido darle sólo a él, entre todos los seres del universo; el hombre es, en efecto, libre, desde el momento que tiene en su poder las únicas cosas que importan: el uso de su pensamiento, de sus inclinaciones, de su voluntad, de todo cuanto precisa para preservar por completo su libertad de una primera cadena de esclavitud, la de las turbaciones del espíritu y de las enfermedades del alma, las pasiones.
En cuanto al segundo vínculo de esclavitud, el de las cosas exteriores, tiene su origen en una idea errónea: honores, riquezas, salud, nuestro mismo cuerpo, no nos pertenecen; nos han sido dejados en préstamo, en usufructo; en cualquier momento nos pueden ser exigidos y nosotros debemos estar dispuestos a devolverlos sin demora y sin pesar. Por esto el hombre debe aprender a cifrar todos sus gozos y pesares en aquello que, por ser de naturaleza interior, permanece inalterable, firme y libre de cualquier traba. ¿De dónde saca el hombre la fuerza para ser prudente, seguro de sí mismo, libre frente a los demás hombres y a las adversidades de la vida? Se la da Dios, de quien ha recibido con la razón una partícula inmortal de su omnipotencia. El hombre debe’ venerar esta porción divina que hay en él y protegerla del contagio de los sentidos, debe escucharla y obedecerla en las horas de la duda y de la tentación: ella es la conciencia que le conduce a obrar el bien y a vencer serenamente el mal, es la más sólida garantía de su virtud y de su felicidad.
Otro concepto fundamental que inspira las Disertaciones y está estrechamente ligado al precedente es el de la fraternidad humana; todos los hombres, en calidad de hijos de Dios, son hermanos entre sí, y se deben afecto y ayuda mutuos. Las faltas de nuestro prójimo deben inspirar en nosotros la comprensión y la piedad; debemos ser cautos en juzgar y serenos y justos en castigarlas, cuando sea necesario. Y cuando alguien nos ofenda, pensemos que el vengar la ofensa redundaría sólo en nuestro daño, porque menguaría nuestra integridad moral; y éste es precisamente el único mal que puede hacerse a un hombre digno de este nombre. De todos los problemas particulares examinados por Epicteto que abarcan casi todos los aspectos de la vida espiritual y de las relaciones sociales del individuo, aparece claro y completo el concepto de la vida como misión, la cual debe ser realizada mediante la elevación constante de nuestro espíritu y del de los demás, y la obediencia, humilde y al propio tiempo activa y operante, a la voluntad de Dios. Por estas razones fundamentales y .por los principios que de ellas se derivan — resignación en los sufrimientos y privaciones y amor fraterno hacia todos los hombres, junto a los cuales el sabio debe sentirse y hacerse sentir como enviado, siervo y ministro de Dios — la concepción de Epicteto tiene un carácter religioso tan acentuado que llegó a correr la especie de que había pertenecido secretamente al Cristianismo.
A. Mattioli