Discurso apologético en 41 capítulos, obra del escritor griego que vivió en el siglo II, convertido al Cristianismo, discípulo de Justino y más tarde fundador de una nueva secta de carácter encratista. No sabemos si el discurso, compuesto en la segunda mitad del siglo II, fue realmente pronunciado.
De todos modos, la forma oratoria lo relaciona con el género en boga entre los neosofistas. Dirigiéndose a un público culto, Taciano refuta las doctrinas paganas, para demostrar la verdad del Cristianismo. No sigue plan ordenado, pero se deja llevar de la pasión y pasa, no siempre con orden, de un argumento a otro. En la introducción, el autor hace una clara profesión de monoteísmo en la cual, además del politeísmo pagano, refutado por la propia filosofía griega, se vuelve contra las doctrinas de los estoicos y sus secuaces, muy difundidas en su tiempo, y que identificaban a la divinidad con el espíritu inmanente en el mundo.
En la concepción del Hijo y del Espíritu Santo, no siempre concuerda Taciano con la ortodoxia cristiana posterior; el Verbo, primero inmanente al Padre, ha actuado luego por sí creando al mundo y al hombre mismo; al Espíritu Santo no parece atribuirle ninguna personalidad distinta. Con mucha decisión, expone el autor su fe en la resurrección del cuerpo. Menos completas y congruentes — pero interesantes en cuanto muestran que Taciano estaba todavía ligado a la filosofía griega y, especialmente, al estoicismo — son sus doctrinas sobre el alma y sobre los demonios.
En cuanto a la forma del Discurso, Taciano se declara hostil a toda búsqueda literaria, pero en realidad sigue la tendencia de la segunda sofística, a la que había pertenecido desde su primera conversión; así, gusta de las cláusulas rítmicas, de los períodos breves, constituidos por miembros antitéticos, de las metáforas insólitas y de los demás medios literarios en boga en las escuelas de retórica. No siempre su exposición es clara, ni en la forma ni en el pensamiento; muchos elementos de la polémica contra los filósofos están tomados de los filósofos mismos; con particular aspereza, arremete el autor contra la mitología y contra el arte antiguo, considerado como instrumento de inmoralidad. Es bastante discutido el valor arqueológico de la enumeración de estatuas paganas contenida en los caps. XXXIII y XXXIV.
C. Schick