Publicado en 1938, corregido y aumentado en sucesivas ediciones de 1939 y 1946, este Diario se inicia en Venecia el 26 de septiembre de 1821, cuando, abandonada la patria, Niccoló se siente libre, a los 19 años, y continúa con muchos intervalos, en sus estancias vénetas y trentinas, en Florencia (1827-34), en Francia y Córcega (1834-39), en Venecia (1839- 46) y en Corfú (1851-52). Es un interesantísimo documento sobre la singular y complicada psicología del escritor dálmata, sobre su volcánico ímpetu de actividad y de sensualidad, sobre la sombría y mutable impresionalidad, origen de frecuentes melancolías, sobre su afanosa búsqueda de una estabilidad interior anclada en la fe y sobre sus alternativas de pecado, confesión y arrepentimiento.
Durante el período parisino estas alternativas son casi diarias y si demuestran la flaqueza de su voluntad, prueban a la vez que en aquel extravío moral el pecador débil no logró nunca una compensación espiritual del vicio. («Voy al confesor, no lo encuentro; peco. Me asalta el horror al pecado. Leo el Kempis en las Tullerías»). Su descontento de sí mismo y las amarguras del destierro («Pienso en el deber de amar a los franceses no menos que a los demás hombres…») le arrastran a soñar insistentemente en el hogar paterno, en los padres abandonados y muertos, mientras las consecuencias de su vida desordenada le obligan a preocupaciones asiduas, a las que se somete con el sentimiento resignado de una justa expiación.
Presentan amplia extensión en el Diario las memorias relativas a los trabajos proyectados o realizados, los apuntes y críticas de lecturas, obras teatrales y artísticas; los retratos de personajes, esbozos de paisajes, realizados con la decidida y desdeñosa originalidad que constituye la característica y a veces la afectación de Tommaseo. Con frecuencia se trata de indicaciones ligeras que aparecen con una insípida promiscuidad («He oído cantar el coro del Conde Ory. Deseaba una canastilla de violetas. He comido alubias, anchoas, arenques y pastel…») y, a veces, moduladas literariamente («Estoy entre las ocho y las nueve, ambrosía; cuando sentimos caer en el sueño y el alma se extiende sobre el cuerpo, lánguidamente, como un prisionero que apoya su cabeza en el seno de su dulce compañera de desventuras»).
Durante el período que sigue a su destierro parisino, predomina la emoción de ver nuevamente a los amigos y parientes en Toscana y Dalmacia, a lo que siguen las fases del inexorable progreso de la ceguera («Tengo la vista casi agotada. Soy como los condenados que cuentan los días de su existencia»). Y sobre este mismo motivo se cierra el diario — interrumpido en el período de la actividad política veneciana—, diciendo: «La luz se apaga. Ofrezco a Dios lo que de ella me resta y lo que me ‘está destinado a perder. Que mis tinieblas se conviertan en luz para los errantes y dolientes» (7 de agosto de 1852).
El diario, aunque sincero, no permitiría suponer, con fácil sentimentalismo y el frecuente reconocimiento de sus propios errores, al Tommaseo mordaz, pendenciero y despectivo, que conocemos por otros de sus escritos. Pero precisamente ello nos da la clave de tantas contradicciones y desarmonías, descubriéndonos un fondo de primitivismo bárbaro, pasional y supersticioso, que aflora bajo el barniz del literato y el católico. La figura moral del escritor aparece expuesta cabalmente en un hermoso y extenso prefacio de Ciampini, basado casi exclusivamente en materiales inéditos.
P. Onnis