Obra que la tradición manuscrita atribuye a Tácito, al paso que la diferencia de estilo crea un obstáculo infranqueable para esta atribución. Este es, en efecto, una perfecta y acabada imitación del estilo ciceroniano, alejadísimo de la sobria elocuencia propia de las obras de Tácito. El autor, al que muchos prefieren dejar anónimo, expone a su amigo Fabio Justo, quien le pedía su opinión sobre los motivos de la decadencia de la elocuencia (problema muy debatido en el siglo I d. de C.), los coloquios que de joven oyó entre los famosos abogados Marco Apro y Julio Segundo, Curiacio Materno, que había dejado la elocuencia por la poesía, y Vipstano Mésala, hombre de gran cultura.
Primeramente Apro, reprochando a Materno, ensalza la nobleza y utilidad privada y pública de la elocuencia y la gloria que ella procura; la consideración de los deberes para con los conciudadanos eran para el romano perentorios principios de vida. Responde Materno con una conmovida defensa de la poesía, fuente de purísimos y secretos goces. Aquí interviene Mésala, y la conversación se encauza hacia el verdadero tema del escrito. De los varios discursos pronunciados, sólo el de Apro se conserva íntegro; en él se defiende con gran vehemencia la elocuencia contemporánea frente a las más celebradas de épocas anteriores.
Apro afirma, en efecto, el principio de una evolución natural, el cual quiere que la desaliñada simplicidad sea sustituida por la exquisitez de los adornos y la profundidad de pensamiento; del mismo modo que una mansión opulenta no debe sólo guardar del viento y la lluvia, sino que debe también deleitar a la vista. Mésala rebate haciendo una viva caricatura de la oratoria moderna, todo hojarasca y melindre, para pasar luego a las causas de la decadencia. La responsabilidad, según él, recae en la descuidada educación del niño: mientras los antiguos lo educaban en casa entre insignes ejemplos de virtud pública y privada, adiestrándolo en el arte militar, en la jurisprudencia o en la elocuencia, todo al servicio de la patria, los niños de hoy son confiados a nodrizas mercenarias y después a los esclavos que menos rinden en los otros menesteres.
Los peores vicios les son enseñados por el ejemplo de los padres y en las escuelas de retórica, en las que todo el saber se reduce a la forma, descuidando las necesidades y las leyes de la vida y de la patria. Una gran laguna se ha tragado gran parte de la invectiva de Mésala, así como el discurso de Julio Segundo, y el comienzo del de Matémo, que cierra la disputa y aún rebasa las críticas de Mésala: no es sólo la educación la que ha cambiado, sino toda la vida pública, ya que el régimen imperial, asegurando la paz y la justicia, ha quitado de en medio los grandes debates públicos que suscitaban los grandes oradores.
Así la obrita, dedicada con tanto empeño a evocar las virtudes privadas y la disciplina de los antiguos, termina con la condenación irreparable de la elocuencia, «porque nadie puede conseguir a un mismo tiempo una gran fama y una gran paz». La sutil melancolía de esta observación proviene de sentir que cuanto había formado el ideal de la edad más gloriosa de Roma había declinado para siempre.
A. Passerini