[De vita solitaria], Tratado latino en dos libros de Francesco Petrarca (1304-1374). Concebida y comenzada en Valchiusa en 1346 y terminada diez años después, la Vida solitaria, dedicada a Philippe de Cabassoles, obispo de Cavaillon, es una celebración de la soledad, en la cual el hombre más fácilmente alcanza su propia perfección moral e intelectual.
Con tal fin el escritor contrapone a la vida de «Occupatus», toda absorbida por los cuidados cotidianos y agitada por la ambición y las demás pasiones, la vida de «Solitarius», alegrada por la vista deleitosa de la naturaleza y dividida entre los agradables estudios de las letras y la oración y la meditación religiosa, a que el alma en la soledad se siente llamada y elevada; y, luego de rechazar las objeciones que se pueden oponer a su ideal, afirmando que éste no nace del odio de los hombres, sino de sus vicios, y que la soledad no excluye la amistad, antes bien, que se torna más grata con la presencia de un amigo, enumera los ejemplos de hombres insignes que amaron y practicaron la soledad y en ella pudieron manifestar sus virtudes. En esa reseña tienen gran parte los Padres del desierto, los Patriarcas, los Profetas bíblicos y los Santos del Cristianismo; pero no faltan los ejemplos de grandes paganos, poetas, pensadores y hombres políticos que en la soledad recrearon su espíritu y celebraron sus excelencias.
Y tal vez más a los paganos que a los cristianos se siente cercano Petrarca, aunque dirija a la perfección de la vida ascética un suspiro nostálgico, y conozca y confiese que a menudo, aun en la soledad por él amada, resurgen las pasiones que le alejan de Dios. Pero su ideal no puede llamarse propiamente ascético, puesto que su soledad se propone ser más bien un estado de meditación religiosa y de estudios desinteresados, de filosofía y de poesía. «Sin el consuelo de las letras — escribe — la soledad es destierro, cárcel, tormento; para el literato en cambio, patria, libertad, deleite», y en medio del consuelo de las letras se debe recordar el de la bella y fresca naturaleza, a cuyas imágenes, amadas por el solitario, el escritor vuelve con frecuencia en toda su obra hasta su poética conclusión: «Animado de tales sentimientos te he escrito estas cosas; y me ha parecido que el rumoreo de las frondas y el murmullo de las aguas corrientes me susurraron al oído estas palabras: Buena es tu invitación; tu consejo es recto; dices verdad». Así, su obra doctrinal se aúna con su obra poética: y en realidad, de una sola raíz brotan las imágenes del Cancionero (v.), en que tanta parte tiene, en sus diversos aspectos, el tema de la soledad y la disertación de este tratado.
Pero lo que en la poesía se resuelve en límpido canto, está aquí desarrollado con la insistencia del que se propone demostrar una tesis y ello no sin exageración retórica en más de un pasaje y cierta ostentación de erudición; y parece más estridente quizás por la exigencia de la demostración prosaica, en contradicción con el ideal petrarquista, en que se confunden aspiraciones terrenas y aspiraciones celestes, ascetismo cristiano y anhelos humanistas. Pero defectos y méritos concurren a hacer de esta obrita, junto con El Secreto (v.), uno de los más preciosos testimonios del espíritu petrarquiano: y se admiran en ella el ansia de Petrarca de revelar su ánimo en una afectuosa confesión y el conocimiento seguro de los íntimos contrastes que padecen los hombres (bella es la descripción del tedio y del peso de una vida sin objeto y el amor por la poesía, que se deja sentir también aquí, a pesar de la retórica y la erudición). «Los cultivadores de la filosofía y de la poesía — leemos en una de sus más bellas páginas — pienso que deben dejarse libres a merced de su carácter, y deben trabajar donde sea, cuando se sienten inspirados por el lugar y el tiempo, donde se sientan movidos a trabajar, ya al aire libre, ya en casa, ya junto a un peñasco, ya a la sombra de un pino… A veces se me ocurrió alguna canción silvestre, como cabrito escogidísimo entre todo el rebaño, y me dije entre mí: Tienes fragancia de hierbas alpinas, vienes de lo alto». Aquí reconocemos en el escritor de la Vida solitaria al poeta del Cancionero.
M. Fubini